martes, 29 de enero de 2008

El Directorio General de Catequesis: motivos y criterios para su revisión

El Directorio General para la Catequesis:
motivos y criterios de la revisión
Tomado de:
http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cclergy/documents/rc_con_cclergy_doc_14101997_mot_sp.html
El Concilio Vaticano II y el Directorio General de Pastoral Catequética de 1971

El Concilio Vaticano II no dedicó un documento expreso al problema de la catequesis. Sin embargo, si se recopilaran de los distintos documentos conciliares todos los textos que explícita o implícitamente atañen a la catequesis y se dispusieran siguiendo un esquema lógico, nos sorprendería hallarnos ante una auténtica summula catequética, una especie de directorio catequético conciliar, tanta como es la cantidad de textos de inesperada abundancia doctrinal y que revelan una homogeneidad fundamental.

En un párrafo harto conocido y auténticamente programático para la renovación de la catequesis, contenido en el decreto sobre la función pastoral de los Obispos, se definen naturaleza, fin y tareas de la catequesis[1]. En ese texto nada ha quedado olvidado: catequesis de adultos y catecumenado, fuentes de la catequesis y necesidad de las ciencias antropológicas para una adecuada preparación de los catequistas.

El Concilio ha entendido que una verdadera renovación en el sector de la catequesis tenía que ser fruto de un estudio expresamente concebido para ello, llevado a cabo en ámbito internacional por expertos y pastores de almas, y por ello al final del Decreto sobre el oficio pastoral de los obispos prescribió la redacción de un "Directorio para la instrucción catequética del pueblo cristiano.

Para cumplir este mandato conciliar, la Congregación para Clero requirió los servicios de una Comisión especial de expertos y consultó a las Conferencias Episcopales de todo el mundo las cuales enviaron numerosas sugerencias y observaciones respecto. El texto preparado fue revisado por una Comisión teológica "ad hoc" y por la Congregación para la Doctrina de la Fe el 18 de marzo de 1971 fue aprobado definitivamente por Pablo VI y promulgado el 11 de abril de ese mismo año bajo el título de Directorio General de Pastoral Catequética.

El posconcilio y las razones de la revisión del Directorio General de Pastoral Catequética. Luces y sombras de la catequesis
Los treinta años transcurridos desde la conclusión del Concilio Vaticano II hasta los umbrales del tercer milenio, constituye sin lugar a dudas, un tiempo muy propicio por lo que respecta a orientaciones y promoción de la catequesis. Ha sido un tiempo que, de alguna manera, ha vuelto a proponer la vitalidad evangelizadora de la Iglesia de los orígenes y que ha vuelto oportuna mente a promover las enseñanzas de los Padres, fomentando u sabio regreso al catecumenado antiguo. Desde 1971, el Directorio General de Pastoral Catequética ha ido orientando a las Iglesias particulares en el largo camino de renovación de la catequesis, proponiéndose como punto de referencia tanto por lo que respecta a los contenidos como por lo que atañe a la pedagogía a los métodos que es preciso emplear.

El itinerario recorrido por la catequesis en este período se ha caracterizado en todas partes por una dedicación generosa por parte de muchas personas; sin embargo de ello, al mismo tiempo, no han faltado crisis, insuficiencias doctrinales y experiencias que han empobrecido la calidad de la catequesis, debidas en su mayor parte a la evolución o involución del contexto cultural mundial, que ha ido descristianizándose cada vez más, y a un escaso equilibrio a la hora de afrontar los problemas concernientes a la catequesis.

A este respecto, el nuevo Directorio General para la Catequesis es muy explícito. Así, se afirma en el número 30: "...es menester examinar con especial atención algunos problemas, tratando de individuar una solución de los mismos:

— El primero atañe a la concepción de la catequesis como escuela de fe, como aprendizaje y práctica de toda la vida cristiana, concepción que no ha penetrado plenamente en la conciencia de los catequistas.

— La interrelación entre Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio, "cada uno conforme a su propia modalidad", no fecunda aún armónicamente la transmisión Catequética de la fe.

— Respecto a la finalidad de la catequesis, cuyo objetivo es promover la comunión con Jesucristo, es necesaria una presentación más equilibrada de toda la verdad del misterio de Cristo. A menudo se insiste sólo en su humanidad, sin referencia explícita a su divinidad; en otras ocasiones, menos frecuentes en nuestro tiempo, se acentúa de forma tan exclusiva su divinidad, que pierde relieve la realidad del misterio de la Encarnación del Verbo.

— Respecto al contenido de la catequesis, subsisten varios problemas. Existen lagunas doctrinales acerca de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, sobre la creación, el pecado y la gracia y sobre los novísimos. Es precisa una formación moral más sólida; se detecta una presentación inadecuada de la historia de la Iglesia, a veces acríticamente culpabilizada, y una escasa relevancia de su doctrina social.

"La catequesis está intrínsecamente relacionada con toda acción litúrgica y sacramental". A menudo, sin embargo, praxis catequética revela un vínculo débil y fragmentario con liturgia: limitada atención a los signos y ritos litúrgicos, falta incisividad sobre el arte sacro en todas sus gamas, escasa valoración de las fuentes litúrgicas, recorridos catequéticos poco o n da relacionados con el año litúrgico, presencia marginal de celebraciones en los itinerarios catequéticos.

— Por lo que respecta a la pedagogía, tras una excesiva acentuación del valor del método y de las técnicas por parte de algunos, aún no se presta la debida atención a las exigencias y a la originalidad de la pedagogía propia de la fe. Se cae con facilidad el dualismo "contenido-método", con reduccionismos en uno otro sentido. En relación con la dimensión pedagógica, no siempre se ha realizado el necesario discernimiento teológico, ni tampoco se ha revalorado, como habría debido hacerse, una justa memorización.

— Por lo que atañe a la diferencia de las culturas respecto servicio de la fe, existe el problema de saber transmitir el Evangelio dentro del horizonte cultural de los pueblos a los que se dirige, de forma que pueda percibirse realmente como una gran noticia para la vida de las personas y de la sociedad y que asegurada la integridad "in eodem semper".

— La formación al apostolado y a la misión es una de las tareas fundamentales de la catequesis. Sin embargo, mientras crece en la actividad catequética una nueva sensibilidad en la formación de los fieles laicos para un claro testimonio cristiana para el diálogo interreligioso, para el compromiso secular, parece débil e inadecuada la educación a la misionalidad "ad gentes". A menudo, la catequesis ordinaria reserva una atención marginal y ocasional a las misiones. A la fuente ha de situarse justa catequesis sobre la absoluta necesidad de Cristo Redentor para todo hombre.

La profundización catequética del Magisterio de la Iglesia
El Magisterio de la Iglesia, sin embargo, nunca ha dejado de ejercer con perseverancia su preocupación pastoral por la catequesis mediante numerosas intervenciones. Sin dejar de lado el fructífero compromiso de muchos obispos y Conferencias Episcopales, resulta obligado recordar el ministerio pastoral del pontífice que guió a la Iglesia durante el primer período del posconcilio. Su Santidad Juan Pablo II se expresó así: "Mi venerado Predecesor Pablo VI sirvió a la catequesis de la iglesia de manera especialmente ejemplar con sus gestos, su predicación, su interpretación autorizada del Concilio Vaticano II, que él consideraba como la gran catequesis de los tiempos modernos, con su vida entera"[2]. Bajo su autoridad y por inspiración suya tuvieron lugar acontecimientos y se publicaron indicaciones de extraordinario relieve en favor de la catequesis.

Desde un punto de vista cronológico, resulta oportuno hacer referencia en primer lugar al Ritual de la Iniciación cristiana de adultos, promulgado el 6 de enero de 1972, que encierra una especial riqueza para el servicio de la renovación catequética.

Un hito decisivo para la catequesis fue la reflexión iniciada con ocasión de la Asamblea general del Sínodo de los Obispos sobre la evangelización en el mundo contemporáneo, que se celebró en octubre de 1974. Las propuestas de dicha reunión fueron presentadas al Papa Pablo VI, quien promulgó la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, de 8 de diciembre de 1975. Este documento presenta, entre otras cosas, un principio de especial relieve: la catequesis como acción evangelizadora en el ámbito de la gran misión de la Iglesia. La actividad de la Iglesia deberá considerarse de ahora en adelante como permanentemente partícipe de las urgencias y de las ansias propias del mandato misionero para nuestro tiempo.

También la última Asamblea sinodal convocada por Pablo VI en octubre de 1977 escogió la catequesis como tema de análisis y de reflexión episcopal. Este Sínodo vio "en la renovación catequética un precioso don del Espíritu Santo a la Iglesia contemporánea".

Juan Pablo II asumió este legado en 1978 y formuló sus primeras orientaciones en la Exhortación apostólica Catechesi tradendæ, que lleva la fecha del 16 de octubre de 1979. Esta Exhortación forma una unidad coherente con la Exhortación Evangelii nuntiandi, y vuelve a colocar la catequesis en el marco de la evangelización.

Durante su pontificado, Juan Pablo II ha ofrecido un magisterio constante de altísimo valor catequético. Entre los discursos, las cartas y las enseñanzas escritas sobresalen las doce Encíclicas: desde Redemptor hominis hasta Ut unum sint. Estas Encíclicas constituyen en sí mismas un corpus doctrinal sintético y orgánico, con vistas a la aplicación de la renovación de la vida eclesial postulada por el Concilio Vaticano II.

Por lo que se refiere al valor catequético de estos documentos del magisterio de Juan Pablo II, destacan: Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), Dives in misericordia (30 de noviembre de 1980), Dominum et vivificantem (18 de mayo de 1986), y por la reafirmación de la validez permanente del mandato misionero Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990).

En otro ámbito, las Asambleas generales, ordinarias y extraordinarias, del Sínodo de los Obispos han tenido especial incidencia en el ámbito de la catequesis. Por su especial importancia deben señalarse las Asambleas sinodales de 1980 y de 1987, acerca de la misión de la familia y de la vocación de los laicos bautizados. A los trabajos sinodales les han seguido las correspondientes Exhortaciones apostólicas de Juan Pablo II Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981) y Christifedeles laici (30 de diciembre de 1988).

Relevancia del Sínodo de 1985 para la Catequesis
En el Sínodo extraordinario de 1985 se quería hacer algo más que una mera conmemoración del Concilio Vaticano II. No se debía mirar tan sólo hacia atrás, sino, con mirada profética, proyectar a la Iglesia hacia los umbrales del tercer milenio; Reflexionar aún sobre la situación de la comunidad eclesial en relación con las intuiciones del Concilio, preguntándose como hacer propias hoy esas directrices y hacerlas fecundas para el futuro.

En este contexto nació la idea de un catecismo de la Iglesia universal. Los padres se pronunciaron en los siguientes términos:

"De modo muy común se desea que se escriba un catecismo o compendio de toda la doctrina católica, tanto sobre fe como sobre moral, que sea como el punto de referencia para los catecismos y compendios que se redacten en las diversas regiones. La presentación de la doctrina sana debe ser tal que sea bíblica y litúrgica, que ofrezca la doctrina sana y sea, a la vez, acomodada a la vida actual de los cristianos"[3].

De este pasaje se puede relevar cómo los Padres sinodales deseaban proponer un texto catequético en profunda continuidad con la reflexión iniciada por el Concilio Vaticano II. Es decir: incorporar la riqueza doctrinal y pastoral de la asamblea ecuménica en una síntesis orgánica de la fe presente en la tradición de la Iglesia, para transmitirla en la formación catequética de los fieles.

Así, el Catecismo de la Iglesia Católica, al mismo tiempo que quiere dar a conocer y aplicar de manera más profunda y adecuada la doctrina del Vaticano II, reafirma que la predicación del Evangelio ocupa el primer lugar entre las finalidades de la Iglesia. En especial, hoy es necesario un mayor compromiso para presentar la doctrina católica en su totalidad y con un método más coherente con la naturaleza del mensaje cristiano.

El Directorio General para la Catequesis
Este acontecimiento de tan hondo significado y el conjunto de las acciones e intervenciones magisteriales anteriormente indicadas, imponían el deber de revisar el Directorio General de Pastoral Catequética, con el fin de adecuar esta valiosa herramienta teológico-pastoral a la nueva situación y a las necesidades actuales.

La labor de reelaboración del Directorio General para la Catequesis ha durado unos tres años, y puede considerarse significativa expresión del vivo sentido de colaboración y de comunión en la Iglesia. De hecho, aunque el texto haya sido publicado bajo la responsabilidad y autoridad de la Congregación para el Clero, es sin embargo fruto de la comunión con todos los obispos del mundo, con numerosas Conferencias Episcopales, con varios Institutos nacionales e internacionales de catequesis, así como con numerosos expertos representantes de culturas y situaciones diversas, como también con los dicasterios de la curia romana interesados en la materia.

El Directorio General para la Catequesis, aun conservando la estructura fundamental del texto de 1971, se articula de la siguiente manera:

— Una exposición introductoria, en la que se ofrecen pautas para la interpretación y la comprensión de las situaciones humanas y eclesiales. Se trata de breves diagnósticos finalizados a la misión.

— La primera parte enraíza de manera más acentuada la catequesis en la Constitución conciliar Dei Verbum, enmarcándola dentro de la evangelización presente en Evangelii nuntiandi y en Catechesi tradendæ. Propone además una clarificación acerca de la naturaleza de la catequesis.

— La segunda parte consta de dos capítulos. En el primero se exponen las "Normas y criterios para la presentación del mensaje evangélico en la catequesis". El capítulo segundo, completamente lluevo, está al servicio de la presentación del Catecismo de la Iglesia Católica como texto de referencia para la transmisión de la fe en catequesis y para la redacción de los catecismos locales.

— La tercera parte aparece suficientemente remozada, y en ella se formula además la sustancia de una pedagogía de la fe, inspirada en la pedagogía divina, cuestión ésta que atañe tanto a la teología como a las ciencias humanas.

— La cuarta parte tiene como título "Destinatarios de la catequesis". En cinco breves capítulos se presta atención a las muy distintas situaciones de las personas a quienes está dirigida la catequesis, a los aspectos relacionados con la situación sociorreligiosa y, de manera especial, a la cuestión de la inculturación.

— La quinta parte enmarca, como centro de gravitación, a la Iglesia particular, que tiene el deber primordial de promover, programar, vigilar y coordinar toda la actividad catequética.

— La conclusión exhorta a una intensificación de la acción catequética con un llamamiento a confiar en la acción del Espíritu Santo y en la eficacia de la Palabra de Dios.

Evidentemente, no todas las partes del Directorio tienen la misma importancia. Las que tratan de la divina Revelación, de la naturaleza de la catequesis, de los criterios que rigen el anuncio cristiano, tienen igual valor para todos. En cambio, las partes que hacen referencia a la situación actual, a la metodología y a la manera de adecuar la catequesis a las diferentes situaciones de edad o contexto cultural, han de ser acogidas más bien como indicaciones y pautas autorizadas.

Criterios de la revisión del Directorio General para la Catequesis
¿Qué criterios teológico-pastorales han presidido la redacción del Directorio General para la Catequesis y la organización de sus partes?

Los principales pueden dividirse de la siguiente manera:

— Criterios relacionados con el concepto de catequesis, su carácter iniciático y su inspiración catecumenal;

— Criterios relacionados con el contenido de la catequesis: principios que presiden la localización de los contenidos y su presentación;

— Criterios relativos al método catequético: pedagogía de Dios, fidelidad a Dios y a la persona humana e inculturación;

— Criterio para la organización de la pastoral catequética: la Iglesia particular como centro de gravitación.

El criterio iniciatico de la catequesis y su inspiración catecumenal
Hay que recordar que la nueva redacción del Directorio, respecto a la de 1971, trata de dar mayor precisión teológica al concepto de catequesis. Manteniendo como el texto anterior el fundamento de la catequesis en la realidad de la Revelación y respetando pues sustancialmente Dei Verbum, integra la riqueza aportada por los documentos Evangelii nuntiandi y Catechesi tradendæ. Estas fuentes que inspiran el concepto de catequesis no sólo se presentan, sino que se relacionan entre sí y se comentan. De esta manera, el nuevo Directorio presenta la catequesis como momento esencial del proceso de evangelización.

La catequesis de iniciación es el eslabón necesario entre la acción misionera, que llama a la fe, y la acción pastoral, que alimenta continuamente a la comunidad cristiana. No es pues una acción opcional, sino una acción básica y fundamental para la construcción de la personalidad del discípulo y de la comunidad.

La catequesis está estrechamente vinculada a los sacramentos de la iniciación, especialmente al Bautismo, "sacramento de la fe". El eslabón que une catequesis y Bautismo es la profesión de fe, que es al mismo tiempo el elemento interior de este sacramento, pero también punto de partida y de llegada de la catequesis. Por ello el catecumenado bautismal, formación específica mediante la cual los convertidos a la fe son conducidos a la confesión de la fe bautismal, es modelo de toda catequesis.

El Directorio, haciendo referencia al Sínodo de 1977, detalla equilibradamente en qué consiste el catecumenado bautismal como modelo de toda catequesis.

De hecho, en los números 90 y 91 se subrayan los elementos del catecumenado que deben inspirar la catequesis actual, así como el significado de esta inspiración, advirtiendo sin embargo que entre catequesis posbautismal y catequesis bautismal existe profunda diferencia.

— El catecumenado bautismal recuerda constantemente a toda la Iglesia la importancia fundamental de la función de la iniciación, con los factores básicos que la constituyen: la catequesis y los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía. La pastoral de iniciación cristiana es vital para toda Iglesia particular.

— El catecumenado bautismal es responsabilidad de toda la comunidad cristiana. De hecho, "dicha iniciación cristiana no ha de ser tan sólo obra de catequistas o sacerdotes, sino de toda la comunidad de los fieles, y sobre todo de los padrinos". La institución catecumenal incrementa de esta manera en la Iglesia la conciencia de la maternidad espiritual que ésta ejerce en toda forma de educación a la fe.

— Finalmente, la concepción del catecumenado bautismal como proceso de formación y auténtica escuela de fe ofrece a la catequesis posbautismal una dinámica y algunos rasgos que le imprimen carácter: la intensidad e integridad de la formación; su carácter gradual, con etapas definidas; su relación con ritos, símbolos y signos, especialmente bíblicos y litúrgicos; su referencia constante a la comunidad cristiana.

La catequesis posbautismal, sin tener que reproducir miméticamente la configuración del catecumenado bautismal, y reconociendo a los catequizandos su realidad de bautizados, hará cosa buena si se inspira en esta "escuela preparatoria para la vida cristiana", dejándose fecundar por los principales elementos que la caracterizan. De aquí la valoración hecha por el Ritual de la Iniciación cristiana de adultos como referente fundamental para la catequesis.

Recopilación de los contenidos de la catequesis y presentación de los mismos
La Palabra de Dios fuente de la catequesis
Consideremos ahora las normas y los criterios en los que la catequesis debe inspirarse para recopilar, formular y exponer sus contenidos.

El nuevo Directorio recupera sustancialmente las normas y criterios del texto anterior, pero con una articulación nueva y desde una perspectiva más rica.

En primer lugar fija la regla suprema: la catequesis tomará su mensaje de la Palabra de Dios.

Sin embargo, esta única fuente, que es la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura, llega a nosotros por muchos caminos, que constituyen las fuentes de la catequesis. Dicha Palabra, de hecho:

Es meditada y comprendida cada vez más profundamente mediante el sentido de la fe de todo el Pueblo de Dios, bajo la guía del Magisterio, que la enseña con autoridad;

— se celebra en la Liturgia, donde constantemente se proclama, escucha, interioriza y comenta;

— resplandece en toda la vida de la Iglesia, especialmente en el testimonio de los santos;

— se profundiza en la correcta investigación teológica, que ayuda a los creyentes a progresar en la inteligencia vital de los misterios de la fe;

— se manifiesta en los genuinos valores religiosos y morales que, como semillas de la Palabra, están diseminados en la sociedad humana y en las diferentes culturas.

Todas estas son las fuentes, principales o subsidiarias, de la catequesis, que de ninguna manera han de entenderse en sentido unívoco.

Tradición, Escritura y Magisterio, íntimamente comunicados y vinculados, son "cada uno a su manera" las fuentes principales de la catequesis.

Las "fuentes" de la catequesis tienen cada una de ellas su lenguaje, que recibe forma a través de una rica variedad de "documentos de la fe". La catequesis es tradición viva de tales documentos.

Hoy no se puede prescindir de la aportación del Catecismo de la Iglesia Católica como síntesis orgánica de la fe a nivel universal.

El presente Directorio no dedica un capítulo específico a la exposición de los contenidos de la fe, como se había hecho en el texto de 1971 bajo el título "Elementos esenciales del mensaje cristiano"[4], y ello porque el contenido del mensaje ya queda expuesto precisamente en el Catecismo de la Iglesia Católica, del que el Directorio quiere ser instrumento metodológico para su concreta aplicación. Sin embargo, este dato impone aclarar con precisión la relación existente entre Directorio y Catecismo. A este respecto resulta fundamental el n. 120, en el que se establece una relación de distinción y de complementariedad entre los dos documentos.

Son distintos porque:

— El Catecismo de la Iglesia Católica es "una exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, atestiguadas e iluminadas por las Sagradas Escrituras, por la Tradición apostólica y por el Magisterio de la Iglesia".

— El Directorio General para la Catequesis es la propuesta de "fundamentales principios teológico-pastorales, tomados del Magisterio de la Iglesia y más especialmente del Concilio Ecuménico Vaticano II, con arreglo a los cuales puede orientarse y coordinarse más adecuadamente" la actividad catequética de la Iglesia.

Son complementarios porque:

— El Catecismo de la Iglesia Católica es un acto del Magisterio del Papa, con el que, en nuestro tiempo, éste sintetiza normativamente, en virtud de la autoridad apostólica, la globalidad de la fe católica, y la ofrece en primer lugar a las Iglesias, como punto de referencia para la exposición auténtica del contenido de la fe.

— El Directorio General para la Catequesis, por su parte, tiene el valor que la Santa Sede suele atribuir a estos instrumentos de orientación, aprobándolos y confirmándolos. Se trata de una herramienta oficial para la transmisión del mensaje evangélico y para la acción catequética en su conjunto.

Los dos instrumentos, considerados cada uno en su género y en su autoridad específica, se complementan recíprocamente.

Como se desprende del cotejo con el anterior Directorio, se ha querido enriquecer el tema de las fuentes de la catequesis hablando de la fuente de la catequesis, con vistas a subrayar la unicidad de la Palabra de Dios y para reiterar con mayor amplitud en concepto de Revelación presente en Dei Verbum. Ahora bien, la fuente viva de la Palabra de Dios y las fuentes que de ésta se derivan proporcionan a la catequesis los criterios para la presentación de su mensaje.

El nuevo Directorio, respecto al anterior, aporta, también en lo que concierne a este punto, una novedad: relaciona estos criterios unos con otros. De esta manera se muestra la fuente de la que han brotado, así como su recíproca y dinámica relación, que impide caer en acentuaciones unilaterales.

Por ello:

— El mensaje centrado en la persona de Jesucristo (cristo-centrismo), por su dinámica interna, introduce en la dimensión trinitaria del mismo mensaje.

— El anuncio de la Buena Nueva del Reino de Dios, centrado en el don de la salvación, implica un mensaje de liberación.

— El carácter eclesial del mensaje remite a su carácter histórico, toda vez que la catequesis, como la evangelización en su conjunto, se realiza "en el tiempo de la Iglesia".

— El mensaje evangélico, al ser Buena Nueva destinada a todos los pueblos, quiere ser significativo para la persona humana, y esta capacidad de significación sólo podrá ser auténtica si el mensaje se presenta en toda su organicidad, integridad y pureza.

Aunque estos criterios son válidos para todo el ministerio de la Palabra, los trataremos seguidamente en relación con la catequesis.

El cristocentrismo del mensaje evangélico
— "En el centro mismo de la catequesis hallamos esencialmente a una persona, Jesús de Nazaret". En realidad, tarea fundamental de la catequesis es presentar a Cristo verdadero Dios verdadero hombre: todo lo restante lo refiere a él.

— Cristo está en el "centro de la historia de la salvación", la catequesis presenta. El mensaje catequético ayuda al cristiano situarse en la historia y a insertarse activamente en ella, mostrando que Cristo es el sentido último de dicha historia. Además, todo que transmite la catequesis es "la enseñanza de Jesucristo, la dad que él comunica o, para ser más exactos, la Verdad que él

El cristocentrismo de la catequesis, en virtud de su dinámica interna, lleva a la confesión de la fe en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Se trata de un cristocentrismo esencialmente trinitario.

Las consecuencias de este cristocentrismo trinitario pan catequesis son las siguientes:

— Toda modalidad de presentación catequética será siempre cristocéntrico-trinitaria: "Por Cristo al Padre en el Espíritu". Una catequesis que omitiera alguna de estas dimensiones o que no conociera su conexión orgánica correría el peligro de traiciona originalidad del mensaje cristiano.

— Siguiendo la misma pedagogía de Jesús en su revelación del Padre, de sí mismo como Hijo y del Espíritu Santo, la catequesis mostrará la vida íntima de Dios a partir de las obras salvíficas en favor de la humanidad.

— La presentación del ser íntimo de Dios revelado por Jesús uno en la esencia y trino en las personas, mostrará las implicaciones vitales para la vida de los seres humanos. Confesar a solo Dios significa que "el hombre no debe someter su propia libertad personal, de manera absoluta, a ningún poder terreno Significa además que la humanidad, creada a imagen de un D que es "comunión de personas", está llamada a ser una sociedad fraterna, formada por hijos de un mismo Padre, iguales en dignidad personal.

Un mensaje que anuncia la salvación
El segundo binomio de criterios para la presentación del mensaje establece una correlación entre el don de la salvación y el mensaje de liberación insisto en la salvación. En la predicación de Jesús el anuncio del Reino de Dios ocupa un lugar central. La catequesis transmite este mensaje del Reino, subrayando sus siguientes aspectos fundamentales:

Estos son:

— Jesús, con la venida del Reino, anuncia y revela que Dios no es un ser lejano e inaccesible, sino que está presente en medio de sus criaturas.

— Al mismo tiempo Jesús indica que Dios, con su Reino, ofrece el don de la salvación integral, libera del pecado, introduce a la comunión con el Padre, concede la filiación divina y promete la vida eterna, venciendo a la muerte.

— Al anunciar el Reino, Jesús anuncia la justicia de Dios; programa el juicio divino y nuestra responsabilidad. El anuncio del juicio de Dios, con su poder de formación de las conciencias, es un contenido central del Evangelio y buena noticia para el mundo.

— Jesús manifiesta finalmente que la historia de la humanidad no camina hacia la nada, sino que, en sus aspectos de gracia y pecado, es, en él, asumida por Dios para ser transformada.

Un mensaje de liberación
Las bienaventuranzas de Jesús son anuncio escatológico de la salvación que el Reino lleva consigo. Ellas reflejan esa experiencia tan desgarradora a la que tan sensible es el Evangelio: la pobreza, el hambre y el sufrimiento de la humanidad[5]. Como dimensión importante de su misión, la Iglesia tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, muchos de los cuales son hijos suyos".

Para preparar a los cristianos con vistas a esta tarea, la catequesis cuidará, entre otras cosas, los siguientes aspectos:

— Situará el mensaje de liberación en la perspectiva de la "finalidad específicamente religiosa de la evangelización", pues ésta perdería su razón de ser "si se apartara del eje religioso que la gobierna".

— La catequesis presentará la moral social cristiana como exigencia de la justicia de Dios y consecuencia de la "liberación radical llevada a cabo por Cristo".

— Igualmente, en la tarea de la iniciación a la misión, la catequesis suscitará en los catecúmenos y en los catequizandos "la opción preferencial por los pobres", que no es exclusiva ni excluyente, y tendrá en cuenta que la primera y radical pobreza es la de ser pecadores.

Eclesialidad del mensaje evangélico
El auténtico sujeto de la catequesis es la Iglesia, la cual, como continuadora de la misión de Jesús Maestro y animada por el Espíritu, ha sido enviada para que sea maestra de la fe.

La naturaleza eclesial de la catequesis otorga al mensaje evangélico transmitido un intrínseco carácter eclesial. La catequesis es el proceso de transmisión del Evangelio tal y como la comunidad cristiana lo ha recibido, lo comprende, lo celebra, lo vive y lo comunica en diversas formas.

Por lo tanto, cuando la catequesis transmite el misterio de Cristo, resuena en su mensaje la fe de todo el Pueblo de Dios a lo largo de la historia. Esta fe, transmitida por la comunidad eclesial, es una sola.

La catequesis es pues, en la Iglesia, el servicio que introduce a los catecúmenos y a los catequizandos en la unidad de confesión de fe.

Carácter histórico del misterio de la salvación
La "economía de la salvación" tiene un carácter histórico, ya que se realiza en el tiempo: "Se inició en el pasado, se desarrolló y alcanzó su cumbre en Cristo, extiende su poder en el presente y aguarda su consumación en el futuro". Por ello la Iglesia, al transmitir hoy el mensaje cristiano, hace "constante memoria" de los acontecimientos salvíficos del pasado, narrándolos. A la luz de éstos interpreta los acontecimientos actuales de la historia humana, en la que el Espíritu Santo renueva la faz de la tierra, y permanece en creyente espera de la venida del Señor.

El carácter histórico del mensaje cristiano obliga a la catequesis a cuidar los siguientes aspectos:

— Presentar la historia de la salvación por medio de una catequesis bíblica que dé a conocer las "obras y las palabras" con las que Dios fue progresiva y gradualmente revelándose a la humanidad;

— Al explicar el Símbolo de la fe y el contenido de la moral cristiana la catequesis ha de arrojar luz sobre el "hoy" de la historia de la salvación. De hecho, "... el ministerio de la Palabra interpreta, a la luz de la revelación, la vida humana de nuestro tiempo, los signos de los tiempos y las realidades de este mundo";

— Situar los sacramentos dentro de la historia de la salvación por medio de una catequesis mistagógica, que "relee y revive todos estos grandes acontecimientos de la historia de la salvación en el ‘hoy’ de la Liturgia".

Integridad del mensaje evangélico
El último binomio de criterios recíprocamente relacionados para la presentación de los contenidos catequéticos atañe a la integridad y organicidad del mensaje evangélico, en lo que se refiere a su capacidad de significado para la persona humana.

Jesús anuncia el Evangelio en su integridad: "...todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15). Cristo exige esta misma integridad a sus discípulos cuando los envía a la misión: ". . .enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado" (Mt 28,19). Por ello un criterio fundamental de la catequesis es la salvaguardia de la integridad del mensaje, evitando presentaciones parciales o deformadas del mismo.

Dos dimensiones, íntimamente unidas, subyacen a este criterio. La primera:

— La integridad debe acompañarse con la adecuación. La catequesis parte de una simple proposición de la estructura íntegra del mensaje cristiano, y la expone de forma adecuada a la capacidad de los destinatarios. Sin limitarse a esta exposición inicial, la catequesis, gradualmente, irá proponiendo el mensaje de manera cada vez más amplia y explícita, según las capacidades del catequizando y el carácter propio de la catequesis. Estos dos niveles de exposición íntegra del mensaje se denominan "integridad intensiva" e "integridad extensiva".

— La segunda: presentar el mensaje evangélico auténtico, en toda su pureza, sin rebajar las exigencias por temor a un rechazo y sin imponer pesadas cargas que en realidad dicho mensaje no incluye, ya que el yugo de Jesús es suave. En la necesaria tarea de conjugar integridad y adaptación siempre existe una tensión: "La evangelización pierde mucha de su fuerza y eficacia si no toma en consideración al pueblo concreto al que se dirige...", sin embargo, "... corre el peligro de perder su alma y desvanecerse si su contenido es vaciado o desnaturalizado con el pretexto de traducirlo...".

Un mensaje orgánico y jerarquizado
El mensaje que la catequesis transmite posee un "carácter orgánico y jerarquizado" y constituye una síntesis coherente y vital de la fe. Se organiza alrededor del misterio de la Santísima Trinidad, desde una perspectiva cristocéntrica, ya que es "la fuente de todos los demás misterios de la fe; es la luz que los ilumina...". El conjunto del mensaje se dispone con arreglo a una "jerarquía de las verdades". Pero esta jerarquía "no significa que algunas verdades pertenezcan a la fe menos que otras, sino que algunas verdades se fundan en otras más importantes que arrojan luz sobre ellas".

Todos los aspectos y las dimensiones del mensaje cristiano participan de esta organicidad jerarquizada:

— La historia de la salvación se organiza alrededor de Jesucristo, que es centro de la misma.

— El Símbolo apostólico es la síntesis y la clave de lectura de toda la Escritura y de toda la doctrina de la Iglesia, que se ordena jerárquicamente alrededor de él.

— También los sacramentos son un todo orgánico de fuerzas regeneradoras que dimanan del misterio pascual de Jesucristo, formando "un organismo en el que cada uno de ellos desempeña un papel vital". La Eucaristía ocupa en este organismo un lugar único, hacia el que los demás sacramentos están ordenados: se presenta como "sacramento de sacramentos".

— El doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo constituye, en el mensaje moral, la jerarquía de los valores que el mismo Jesús estableció: "Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas" (Mt 22,40).

— El Padrenuestro, al resumir la esencia del Evangelio, sintetiza y jerarquiza las inmensas riquezas de oración contenidas en la Sagrada Escritura y en toda la vida de la Iglesia.

Un mensaje significativo para la persona humana
Una presentación íntegra, orgánica y jerarquizada del mensaje evangélico hace de éste un acontecimiento hondamente significativo para la persona humana. La relación del mensaje cristiano con la experiencia humana no es una mera cuestión metodológica, sino que germina de la misma finalidad de la catequesis, que persigue hacer que la persona humana entre en comunión con Jesucristo. La catequesis actúa con vistas a una identidad de experiencia humana entre Jesús Maestro y el discípulo, y enseña a pensar como él, actuar como él, amar como él. Vivir la comunión con Cristo significa vivir la experiencia de la vida nueva de la gracia.

Concluyendo esta exposición acerca de los criterios para la presentación de los contenidos de la catequesis, es preciso observar que de tales criterios y normas no puede deducirse el orden que debe observarse en la exposición del contenido. De hecho, "puede ser que, en la presente situación de la catequesis, razones de método o de pedagogía aconsejen organizar de una manera antes que de otra la transmisión de las riquezas del contenido de la catequesis". Puede partirse de Dios para llegar a Cristo y viceversa; igualmente, puede partirse de la persona humana para llegar a Dios, y a la inversa. La adopción de un orden determinado en la presentación del mensaje está condicionada por las circunstancias y por la concreta situación de fe de quien recibe la catequesis.

Corresponde a los obispos impartir normas más precisas en este campo y aplicarlas mediante directorios catequéticos, catecismos para las distintas edades y condiciones culturales, y con otros medios juzgados más oportunos, siempre con la más absoluta fidelidad a los contenidos y a la integridad de los mismos.

Los criterios de la pedagogía de Dios y de la inculturación
Consideremos ahora dos criterios que atañen al método catequético. Parece indicado tratar en primer lugar la pedagogía de Dios.

Dios ha hablado al hombre no sólo a través de las obras de la creación[6], sino sobre todo como un padre al hijo, un amigo al amigo, el esposo a la esposa, adaptándose a la capacidad de comprensión del hombre y respetando plenamente su libertad. Esta forma de actuar de Dios se denomina pedagogía de Dios.

Las dos funciones fundamentales de la Palabra de Dios, la salvífica y la educadora, se hallan inseparablemente unidas en lo que podríamos llamar el método seguido por Dios para comunicar a los hombres su Palabra salvadora.

La catequesis, como comunicación de la divina Revelación, se inspira radicalmente en la pedagogía de Dios, acoge los rasgos constitutivos de ésta y, guiada por el Espíritu Santo, elabora una sabia síntesis de la misma, favoreciendo de tal manera una auténtica experiencia de fe, un encuentro filial con Dios.

De esta forma la catequesis:

— es una pedagogía que se inserta en el "diálogo de salvación" entre Dios y la persona y se pone al servicio de dicho diálogo; en lo que respecta a Dios, subraya la iniciativa divina, la motivación amorosa, la gratuidad, el respeto a la libertad; por lo que atañe al hombre, pone en evidencia la dignidad del don recibido y la exigencia de crecer continuamente en dicho don;

— acepta el principio del carácter progresivo de la Revelación, la trascendencia y naturaleza misteriosa de la Palabra de Dios, así como su correcta adaptación a las diferentes personas y culturas;

— reconoce la centralidad de Jesucristo, Palabra de Dios humanada que determina la catequesis como "pedagogía de la encarnación", conforme a la cual siempre hay que proponer el Evangelio para la vida y en la vida de las personas;

— valora la experiencia comunitaria de la fe como propia del Pueblo de Dios, de la Iglesia;

— arraiga en la relación interpersonal y hace propio el proceso del diálogo;

— se hace pedagogía de los signos, en la que se cruzan hechos y palabras, enseñanza y experiencia;

— siendo el amor de Dios la razón última de su Revelación, la catequesis toma su fuerza de verdad y el compromiso constante de atestiguarla del inagotable amor divino, que es el Espíritu Santo.

La catequesis es pues pedagogía en acto de la fe. En la realización de sus tareas no puede dejarse inspirar por consideraciones ideológicas o por intereses puramente humanos; no confunde la acción salvífica de Dios, que es pura gracia, con la acción pedagógica del hombre, pero tampoco las enfrenta o las separa.

La catequesis como pedagogía en acto de la fe recibe de Jesucristo una ley fundamental: la de la fidelidad a Dios y la fidelidad al hombre. Será pues genuina la catequesis que no sólo ayuda a percibir la acción de Dios a lo largo de todo el camino de formación, fomentando un clima de escucha y de oración, sino que presta atención a toda persona humana, teniendo en cuenta la diversidad de situaciones y culturas en la que ésta vive, con el fin de ofrecerle la única Palabra que salva en forma de alimento sano y adecuado. Por ello la ley fundamental de la fidelidad a Dios y al hombre está en el origen de un segundo criterio que preside el método catequético: la sabia, prudente inculturación del mensaje.

La inculturación del mensaje evangélico
"Cristo..., mediante su encarnación, se vinculó a determinadas condiciones sociales y culturales de los hombres con quienes vivió". Esta es la originaria "inculturación" de la Palabra de Dios y el modelo de referencia para toda evangelización de la Iglesia, "llamada a llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la cultura y de las culturas".

Es la "inculturación" un proceso profundo y global y un camino lento. En esta obra de inculturación, sin embargo, las comunidades cristianas deberán llevar a cabo un discernimiento: se trata de "asumir", por una parte, las riquezas culturales compatibles con la fe; pero se trata también, por otra parte, de ayudar a "sanar" y "transformar" aquellos criterios, formas de pensar o estilos de vida que estén en contraste con el Reino de Dios. Este discernimiento está regido por dos principios básicos: "la compatibilidad con el Evangelio y la comunión con la Iglesia universal".

En esta inculturación de la fe a la catequesis se le presentan concretamente distintas tareas. Entre estas cabe señalar:

— Considerar la comunidad eclesial como principal factor de inculturación. Una expresión, y al mismo tiempo un eficaz instrumento de esta tarea la constituye el catequista, quien, junto con un hondo sentido religioso, debe poseer una viva sensibilidad social y estar bien arraigado en su ambiente cultural.

— Elaborar catecismos locales que respondan a las exigencias provenientes de las diferentes culturas.

— Realizar una oportuna inculturación en el catecumenado y en las instituciones catequéticas, incorporando con discernimiento el lenguaje, los símbolos y los valores de la cultura en la que viven los catecúmenos y los catequizandos.

— Presentar el mensaje cristiano de forma que éste haga aptos para dar "razón de la esperanza" (1 P 3,15) a quienes deben anunciar el Evangelio en medio de culturas a menudo paganas y a veces poscristianas. Una apologética bien lograda, que fomente el diálogo fe-cultura, resulta imprescindible hoy en día.

La Iglesia particular: criterio para la organización de la pastoral catequética
De manera más acentuada respecto al texto de 1971, el nuevo Directorio ve en la diócesis el lugar natural de desarrollo del ministerio catequético, e identifica en la figura del obispo el eje que sustenta la organización catequética.

El anuncio del Evangelio y la celebración de la Eucaristía son los dos pilares sobre los cuales se edifica y en cuyo derredor se reúne la Iglesia particular. La catequesis es una acción evangelizadora básica de toda Iglesia particular. Por medio de ella, la diócesis ofrece a todos sus miembros un proceso de formación que permite conocer, celebrar, vivir y anunciar el Evangelio en el propio horizonte cultural. De esta forma, la confesión de la fe, meta de la catequesis, puede ser proclamada por los discípulos de Cristo "en sus lenguas", sin dejar de ser la misma. Como en Pentecostés, también hoy la Iglesia de Cristo, "presente y operante" en las Iglesias particulares, "habla todas las lenguas", pues como árbol en crecimiento arraiga en todas las culturas.

La comunidad cristiana y la responsabilidad de catequizar
La catequesis es responsabilidad de toda la comunidad cristiana. La iniciación cristiana, en efecto, "no debe ser tan sólo obra de los catequistas o de los sacerdotes, sino de toda la comunidad de los fieles".

Aunque toda la comunidad cristiana es responsable de la catequesis, y aunque todos sus miembros deben dar testimonio de la fe, sólo algunos reciben el mandato eclesial de ser catequistas. Junto con la misión originaria que tienen los padres respecto a sus hijos, la Iglesia concede oficialmente a determinados miembros del Pueblo de Dios, específicamente llamados a ello, la delicada misión de transmitir orgánicamente la fe en el seno de la comunidad.

En la diócesis la catequesis es un servicio único, realizado concretamente por presbíteros, diáconos, religiosos y laicos en comunión con el obispo. Aunque sacerdotes, religiosos y laicos realicen en común la catequesis, lo hacen de forma diferenciada, cada uno conforme a su particular estado en la Iglesia (ministros sagrados, personas consagradas, fieles cristianos). Si llegara a faltar alguna de estas formas de presencia, la catequesis perdería parte de la propia riqueza y del propio significado.

Es sin embargo el obispo el primer responsable de la catequesis en la Iglesia particular. El Concilio Vaticano II pone de relieve la eminente importancia que en el ministerio episcopal tienen el anuncio y la transmisión del Evangelio: "Entre las principales funciones de los obispos destaca el anuncio del Evangelio". En el ministerio profético de los obispos, el anuncio misionero y la catequesis constituyen dos aspectos íntimamente unidos. Para desempeñar esta función, los obispos reciben "un carisma cierto de verdad".

Los obispos son "los primerísimos responsables de la catequesis, los catequistas por excelencia."

Esta preocupación por la actividad catequética llevará al obispo a asumir "la alta dirección de la catequesis" en la Iglesia particular, lo que implica entre otras cosas:

— Asegurar a su Iglesia la prioridad efectiva de una catequesis activa y eficaz, "que ponga en juego las personas, los medios y los instrumentos, así como los necesarios recursos económicos".

— Ejercer la solicitud por la catequesis mediante una intervención directa en la transmisión del Evangelio a los fieles, velando al mismo tiempo por la autenticidad de la confesión de fe y por la consiguiente adecuación de los textos y herramientas que hayan de utilizarse.

— "Suscitar y mantener una real y auténtica pasión por la catequesis; Una pasión que se encarne, eso sí, en una organización adecuada y eficaz", actuando con la profunda convicción de la importancia de la catequesis para la vida cristiana de una diócesis.

— Emplearse "para que los catequistas estén convenientemente preparados para su cargo, de forma que conozcan en profundidad la doctrina de la Iglesia y aprendan en la teoría y en la práctica las leyes de la psicología y las materias pedagógicas".

— Establecer en la diócesis un proyecto global de catequesis, articulado y coherente, que responda a las verdaderas necesidades de los fieles y tenga su oportuna ubicación en los planes pastorales de la diócesis. Dicho proyecto puede coordinarse con los planes de la Conferencia Episcopal.

Conclusión
Hasta aquí los principales motivos y criterios que han presidido la reelaboración del Directorio General para la Catequesis.

A modo de conclusión parece oportuno hacer una breve referencia a las finalidades, destinatarios y empleo del texto.

La finalidad del presente Directorio es naturalmente la misma que perseguía el texto de 1971. De hecho pretende proporcionar los "fundamentales principios teológico-pastorales, tomados del Magisterio de la Iglesia y más especialmente del Concilio Ecuménico Vaticano II, con arreglo a los cuales puede orientarse y coordinarse más adecuadamente la acción pastoral del ministerio de la Palabra" y, concretamente, la catequesis. La intención fundamental era y es ofrecer reflexiones y principios, más que aplicaciones inmediatas o directrices prácticas. Semejante camino y método se ha adoptado sobre todo por la siguiente razón: sólo comprendiendo rectamente desde el principio la naturaleza y los fines de las catequesis, así como las verdades y valores que deben transmitirse, podrán evitarse defectos y errores en materia catequética.

Es competencia específica de los episcopados la aplicación más concreta de estos principios y enunciados, mediante orientaciones y directorios nacionales, regionales o diocesanos, catecismos y por todo otro medio estimado adecuado para promover eficazmente la catequesis.

Destinatarios del Directorio son principalmente los obispos, las Conferencias Episcopales y en general cuantos, bajo su mandato y presidencia, tienen responsabilidades en ámbito catequético. Naturalmente, el Directorio puede constituir una herramienta válida para la formación de los candidatos al sacerdocio, la formación permanente de los presbíteros y la formación de los catequistas.

Una finalidad inmediata del Directorio es ayudar a la redacción de los directorios catequéticos y de los catecismos locales. Conforme a la sugerencia recibida de muchos obispos, se incluyen numerosas notas y referencias, que pueden ser de gran utilidad para la elaboración de los mencionados instrumentos.

Como el Directorio está destinado a las Iglesias particulares, cuyas situaciones y necesidades pastorales son muy variadas, resulta evidente que sólo han podido tomarse en consideración las situaciones comunes o intermedias. Lo mismo sucede cuando se describe la organización de la catequesis en sus distintos niveles. Al emplear el Directorio téngase en cuenta esta observación. Como ya se indicaba en el texto de 1971, ello resultará insuficiente en las regiones donde la catequesis ha podido alcanzar un alto nivel de calidad y de medios, apareciendo tal vez excesivo en aquellos lugares en los que aún no ha podido experimentar ese progreso.

Al publicar el presente documento, nuevo testimonio de la solicitud de la Sede Apostólica hacia el ministerio catequético, se expresa el voto de que dicho texto sea acogido, examinado y estudiado con gran atención, tomando en consideración las necesidades pastorales de cada Iglesia particular; y que pueda también estimular en el futuro estudios e investigaciones más profundos, que respondan a las necesidades de la catequesis y a las normas y orientaciones del Magisterio eclesiástico.

Trátase de un vehículo a través del cual se hacen pasar esas certezas que los hombres de todo tiempo y lugar necesitan para la vida y a las que tienen derecho como hijos de Dios.

Una metodología, una criteriología de transmisión inteligente, a la altura de los tiempos y de las culturas, constituye un valioso instrumento pastoral para responder a ese derecho de los fieles. Cuantos en la Iglesia somos, por oficio o por mandato, responsables de la catequesis y de la predicación, hemos de poder proporcionar adecuadamente respuestas claras acerca de las verdades ciertas de la fe, y respuestas responsables a los problemas abiertos y objeto de discusión.

Con la presente herramienta se favorece además la oferta de los contenidos objetivos de la fe católica en la interioridad psicológica y afectiva del "yo" de cada uno. No es suficiente, en efecto, conocer las verdades y certezas de la fe, ya que la fe en su esencia es también acto de seguimiento y de confianza en la persona de Cristo, en quien creemos.

Y ya que todo fiel debe siempre estar preparado, ante Dios y los demás, a dar razón del don de la fe en Jesucristo, hoy igual que mañana, invito a hacer, en este último tramo de recorrido que nos separa del gran Jubileo, un intenso camino común de catequesis, incluso prioritario respecto a tantas otras cosas que de todas formas no podemos omitir. Recorramos este camino en profunda comunión de intenciones y de afectos eclesiales.

Todos hemos de llegar al tercer milenio "fuertes en la fe". Nuestras comunidades serán fuertes en la medida en que cada uno sabrá darse a sí mismo y ofrecer a los demás la razón del propio creer y de su propia adhesión personal a Cristo, único Redentor de todos los hombres.

Que el ejemplo de la Madre, quien llegó a estar realmente presente en el misterio de Cristo precisamente por "haber creído", nos sirva de guía y apoyo. Estar presentes en el misterio de Cristo significa dejarse determinar por este mismo misterio en nuestra forma de vida.


[1] CD 14.
[2] CT 2.0
[3] ASAMBLEA EXTRAORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS, Relatio Finalis, II B 4
[4] DCG capítulo 2°, parte 3a.
[5] Cf. Lc 6, 20-21.
[6] Cf. Rm 1, 20-23.

jueves, 17 de enero de 2008

La discresión de juicio en el derecho matrimonial canónico

LA DISCRECION DE JUICIO EN EL DERECHO MATRIMONIAL CANONICO

Dr. José Giner Puche
Vicario de Justicia de la Arquidiócesis de Guayaquil

1. NOTA PRELIMINAR
Antes de adentramos en la temática jurídica sobre el consentimiento en el derecho matrimonial canónico, quisiera hacer algunas aclaraciones sobre los juicios de nulidad matrimonial, así como comentar algunas opiniones superficiales sobre el sentido del matrimonio en la etapa actual de la sociedad.

La posición de la Iglesia es muy firme respecto a la indisolubilidad del matrimonio, ratificado por la sacramentalidad y reafirmado por la mutua fidelidad de los esposos. En la actual crisis de valores en la que se inserta la sociedad, es natural que la Iglesia sea especialmente celosa de su grey, y por tanto de la institución matrimonial. Para muchos, precisamente, debería adaptarse a estos tiempos tormentosos, “cambiando” sus esquemas o mostrándose más “comprensiva” ante las dificultades del ambiente. En concreto, debería “ceder” en la cuestión matrimonial buscando soluciones para aquellos matrimonios fallidos sin posibilidades de ulterior arreglo.

El Santo Padre analizó esta problemática en la “Exhortación sobre la familia”, con una profunda reflexión a la luz de la fe y de un nuevo humanismo que defiende los derechos del hombre y de la mujer[1]. Los signos inquietantes son “la particular facilidad del divorcio y del recurso a una nueva unión por parte de los mismos fieles; la aceptación del matrimonio puramente civil... el rechazo de las normas morales que guían y promueven el ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio”.

La Iglesia defiende la normativa del derecho natural y sobre todo el derecho divino, con el que Jesucristo instituyó el sacramento del matrimonio. Por encima de esta fidelidad no caben razones de conveniencia, de actualidad o de adaptación; no puede cambiar lo que Dios estableció: “no son ya dos, sino una sola carne y lo que Dios unió, el hombre no lo separe” (Mt 19,6 y Mc. 10,3). Para aquellos que piensan que el matrimonio es una institución pasada de moda, de corte relativo que va con el tiempo o con la ética del momento, cobra relevancia el designio divino y la fidelidad con que la Iglesia ha respondido siempre a los ataques contra esta institución.

En 1528 Enrique VIII de Inglaterra quiso anular su matrimonio con Catalina de Aragón. Escribió al Papa Clemente VIII, pensando que era una mera cuestión procesal, de rápida solución. El Santo Padre no encontró mérito para tal nulidad y aún conociendo que el Rey era capaz de separarse de la Iglesia Católica, fundando su Iglesia Anglicana autónoma, no cedió porque no podía reformar el válido consentimiento de Enrique y Catalina. Unilateralmente el Rey declaró el divorcio, que le llevó a la aventura de seis matrimonios más.

Algunos piensan que la Iglesia también puede divorciar, que puede disolver el vínculo matrimonial, cuando la realidad es que ni el mismo Papa tiene tal poder, ya que es mandato divino la indisolubilidad conyugal. “Lo que Dios unió, el hombre no lo separa”[2] dice el Evangelio. Una vez emitido el consentimiento válidamente y consumado el matrimonio, no hay potestad en el mundo que pueda remitirlo. Los Tribunales matrimoniales de la Iglesia, de larga tradición, únicamente pueden declarar que un matrimonio concreto era nulo. Tenía algún defecto o impedimento esencial, que desde el principio lo hizo nulo, aunque aparentemente funcionara como válido y existente. A posteriori, incluso años después, el fiel cristiano tiene derecho a pedir a estos tribunales que examinen la validez de su vínculo y que den una decisión. Esta pretensión no es un capricho arbitrario, ya que para entrar en tal juicio, se precisa que tenga un cierto fundamento —lo que se llama “fumum iuris”— que luego se examina prolijamente, de acuerdo a la técnica de un proceso matrimonial, regulado por el Código de Derecho Canónico. Tampoco tiene la finalidad de ir contra uno de los cónyuges, pues ambos quedan afectados por la declaración. Sencillamente se pronuncia sobre el valor del vínculo, determinando si estaban casados o no, ante la faz de la Iglesia. Son juicios muy rigurosos, técnicos, con tribunales especializados de tres sacerdotes.

2. EL CONSENTIMIENTO
Elemento esencial para que surja el vínculo matrimonial es el consentimiento. No es, por tanto, el sacerdote quien casa a los novios, o hace efectivo el Sacramento. Son ellos exclusivamente los que contraen el matrimonio válido, aunque el sacerdote sea testigo cualificado y oficie la ceremonia. Los novios emiten un acto de voluntad que se configura como un verdadero contrato, aunque de naturaleza especial, “sui géneris”, que entra en la dogmática general de los negocios jurídicos. Entre católicos, este contrato, por su misma esencia, es siempre un Sacramento y ambos aspectos —contrato y sacramento— no pueden separarse, cuando se ha emitido de acuerdo a ciertas formalidades eclesiales. En el mismo acto, adquiere eficacia el vínculo y el sacramento.

Si hablamos de contrato, daría la impresión de que estaría sujeto a las propiedades de los negocios jurídicos, que los hacen rescindibles por justa causa, o que pueden cambiar sus elementos por acuerdo de voluntad de las partes. Ya en el siglo XVI los reformadores Calvino y Lutero negaron el carácter sacramental del matrimonio religioso y concluyeron que era un negocio puramente civil, sujeto a la potestad del Estado. A esta concepción, se añadió posteriormente el influjo doctrinal laicizante de la Ilustración, que lo acogió como un dogma estatal presentado por la Constitución revolucionaria francesa y luego, acuñado en el Código napoleónico. Si el matrimonio es un contrato civil, la consecuencia inmediata es el divorcio, pues en cuanto cesa el acuerdo de las partes, el negocio se da por terminado.

La consideración contractual proviene de la canonística medieval, como expresión de un compromiso para siempre. No obstante, el derecho canónico es heredero del romano, aunque con matices distintos. Es clásico el aforismo “Matrimonium non concubitus, sed consensus facit”, de Ulpiano, ya formulado en la época clásica[3]. El matrimonio no es una unión física, sino que lo constituye el consentimiento. Consentimiento que se adhiere a un instituto natural. Efectivamente, el matrimonio es una exigencia de la naturaleza humana y es la Ley Natural, la que determina sus fines y propiedades, proyectadas por Dios para cumplir una determinada finalidad. Se configura, por tanto, como una institución, con elementos predeterminados que el hombre no puede cambiar y así su voluntad debe adherirse a aquellos.

El consentimiento es el elemento creador, la causa eficiente del vínculo matrimonial; es algo tan personal, íntimo e intransferible que no puede ser sustituido por nadie. “El matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir”. (c. 1057 §1). Este canon es fundamental, ya que cualquier defecto en el origen o en el desarrollo del acto volitivo supondría un fallo esencial que haría nulo el matrimonio.

El consentimiento abre paso también, a las demás consideraciones que provienen como un desarrollo congruente y necesario, por ej., la familia. El Santo Padre en una alocución a la Rota Romana decía en1982: “El consentimiento matrimonial es el acto de voluntad que significa y supone un don mútuo, que une a los esposos entre sí y al mismo tiempo los vincula a sus eventuales hijos, con los cuales constituye una sola familia, un solo hogar, una iglesia doméstica (LG 11)”[4].

Es, por tanto, el consentimiento un acto verdaderamente humano, consciente y libre, que debe estar dotado de toda la independencia, inherente a lo que quiere la persona, se compromete y desea hacer. De acuerdo a lo que dice el Papa, este acto de voluntad, más que un frío acto jurídico del que surgen obligaciones, es un verdadero compromiso, para constituir con toda su riqueza existencial, lo que señala el Nº 48 de la “Gaudium et Spes”: “la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre el consentimiento personal e irrevocable”.

El acto del consentimiento es complejo. No hay que colocarlo exclusivamente en la voluntad, pues supone un conocimiento previo de acuerdo al aforismo clásico: “nihil volitum nisi praecognitum” (nada es querido, sin ser previamente conocido), lo que determina diversos actos por lo que el intelecto emite juicios de valor referentes al objeto del contrato, que en nuestro caso se especifica en el bien del matrimonio. Es obvio, que el consentimiento matrimonial ha de proceder de una voluntad libre y deliberada. Ha de tener todas las cualidades internas y externas, jurídicas y también psicológicas que se requieren para que tal acto sea válido. Lo que cuenta es la libertad de la decisión a instancias de una razón que capta bien, sin demasiadas minucias, lo que quiere y desea acoger como compromiso.

Pero aquí entran en juego fuerzas subconscientes, emocionales, impulsivas; pasiones, deficiencias hereditarias, verdaderas enfermedades, y entonces entramos en el campo de la psiquiatría, que no por novedoso es dejado de lado por la ciencia canónica. El Tribunal de la Rota Romana —cuyas líneas directrices son fundamentales para los jueces en los procesos matrimoniales— desde hace algunos decenios acogió estas modernas tendencias psicológicas, sin violentar las concepciones clásicas sobre el acto humano que han sido estudiadas y formuladas por hombres eminentes, como un Tomás Sánchez, o santo Tomás de Aquino. En último término son conceptos basados en la naturaleza humana, que tienen carácter de permanencia. No olvidemos el derecho natural respecto al consentimiento, a los contrayentes y al objeto del matrimonio no han variado. No se puede decir que se exigió más en unos siglos que en otros. Un psicologismo desbocado nos llevaría a creer que de acuerdos a estos avances de la ciencia, el proceso de la voluntad está más inficionado de anomalías mentales, llamemos las “actuales”, que lo hacen nulo. El matrimonio es una institución universal propia de todos los hombres, pasados y presentes, de todas las razas y pueblos. No ha cambiado el derecho natural, ni la jurisprudencia exige hoy día más discreción de juicio o una mayor madurez psicológica. Lo que ocurre es que las anomalías, impedimentos y enfermedades psíquicas están mejor estudiadas y el juez cuenta con criterios más exactos para evaluar y verificar un verdadero consentimiento.

Dice una sentencia de la Rota: “Hay que tener en cuenta sobre todo, los puntos esenciales para que se dé un contrato válido. Si éstos faltan, tal corno se exigen para conformar la simple existencia del pacto nupcial, entonces se contrae inválidamente; pero si faltan los que miran a una mayor perfección, del pacto, se contrae válidamente”[5].

En la práctica forense canónica, por tanto, los informes de los peritos (médicos, psicólogos) son meramente indicativos. No son ellos los que resuelven si existió o no la suficiente capacidad en un sujeto, sino que su informe es la base para demostrar, de acuerdo a las exigencias del derecho canónico, la validez o invalidez de aquel consentimiento. Al juez le corresponde apreciar el mérito probatorio que en cada paso puede y debe concederse al dictamen pericial. Necesita para decidir, alcanzar una certeza moral que es algo muy personal, privativo e inderogable, aunque se base en razones del todo objetivas.

Ha dicho certeramente O. Fumagalli: “ha de tenerse en cuenta que el sistema canonístico atribuye a la voluntad la fuerza de producir efectos jurídicos, pero esto proviene de una atribución realizada por el ordenamiento jurídico, con la consecuencia de limitar los hechos psicológicos relevantes, a los indicados por la ley expresa o implícitamente”[6]. La ley positiva canónica, que acoge los principios del derecho natural, es la que más perfectamente determina en cada caso lo que es válido o es inválido, al margen de procesos racionales subjetivistas o supuestamente científica que carecerían de validez objetiva.

3. GRAVE DEFECTO DE DISCRECION DE JUICIO
El canon 1095 del actual código acoge por vez primera —por tanto en la legislación— este concepto que es antiquísimo y que con las mismas palabras tiene una historia moral y canónica de singular relevancia. Ya santo Tomás en el siglo XIII utilizó la discreción de juicio para medir el valor necesario que es preciso dar a un consentimiento verdadero. Hay una necesaria continuidad en el ordenamiento canónico, pero es indudable que la doctrina se ha enriquecido con los aportes de las nuevas ciencias psiquiátricas, sobre todo una vez asentadas ciertas premisas, dejando atrás el período de prueba o de especulación. El Papa Juan Pablo II decía en 1980[7] que este progreso había influido en los tribunales
con nuevos presupuestos y aportaciones, que no obstante no siempre fueron correctas. En algunos países fue tal el abuso que siguió a estas aplicaciones psiquiátricas, con miles de matrimonios anulados, que llevó a la santa Sede a advertir directamente un mayor respeto “con la aplicación fiel de las normas,
sustanciales o procesales ya codificadas, sin recurrir a presuntas o probables innovaciones, a interpretaciones que no tienen una objetiva adecuación en la norma canónica. “Para declarar terminantemente” que son temerarias estas innovaciones si no tienen respaldo en la jurisprudencia o en los tribunales de la Santa Sede”[8].

Hay que insistir de nuevo, que nos movemos en el campo del derecho natural con preceptos formulados para toda una naturaleza humana. Esta ciertamente no cambia, pero se da un progreso y profundización en muchas actuaciones históricas que manteniendo la esencia inmutable, se adaptan a los individuos y a las circunstancias. Llama la atención leer las audaces opiniones de santo Tomás en este aspecto[9].

Al plantearnos el valor del consentimiento, surge de inmediato la idea de capacidad para entender y para querer un determinado negocio consensual, al que se obliga y que se dirige a su cumplimiento. Un consentimiento normal postula y presupone aquellas condiciones psicológicas que lo convierten en un acto humano y, por tanto, voluntario y responsable.

El canon 1095 acoge un conjunto de presupuestos que eran normales en la doctrina canónica y que se aplicaban continuamente en la práctica jurisprudencial, tras muchos siglos de elaboración práctica y doctrinal. Así se reconocía la nulidad del matrimonio para aquellos que en el momento de celebrarlo no gozarán del suficiente uso de razón como los niños o por enfermedad mental; también para los que tuviesen un grave defecto en la madurez o discreción de juicio o, en suma, para los incapaces de asumir los graves derechos-deberes propios del matrimonio, aunque gozaran de capacidad consensual. Pues bien estas formulaciones han pasado al derecho positivo.

El canon está formulado de un modo negativo: “Son incapaces de contraer matrimonio: 1) quienes carecen de suficiente uso de razón” (1095 §1). Es este un punto principal que se refiere a la capacidad general de obrar; presupuesto básico para actuar jurídicamente. La edad marca un límite “ad infra”; normalmente se fija una mayoría de edad alrededor de los 18 años en nuestro código, o de 21 en el napoleónico, como supuesto, para la plena capacidad de obrar. Ahora bien, la Iglesia fija para el matrimonio una edad inferior: 14 años para la mujer y 16 para el varón, mientras no exista alguna alteración psíquica. Se trata de que el púber sepa a qué se obliga al contraer matrimonio en general, pero no exige el código un perfecto uso de razón, sino simplemente el suficiente uso de razón, para que lo actuado sea válido. Aquí entran las discusiones doctrinales para señalar exactamente el “quantum” de raciocinio, de voluntad libre, de capacidad para contraer. ¿Qué quiere decir, por tanto y en qué medida hay que considerar, el suficiente uso de razón?

Decenas de decisiones de la Rota Romana tratan el tema, afinan, hilan con todo cuidado, pero la contestación es similar. Se requiere un grado de razón y de voluntariedad que sea proporcionado a la gravedad del matrimonio. Por lo que se refiere al mínimo de edad, el Código crea un impedimento con el c. 1083 y así queda zanjada esta cuestión. Pero ¿qué hacer cuando cónyuges que han sobrepasado esa edad, evidencian que no tienen un suficiente uso de razón? En este caso, es preciso acudir al supuesto de las anomalías psíquicas que de hecho convierten a esa persona en un infante, al menos, en el momento de contraer.

Puede ser una enfermedad mental habitual o bien transitoria, como el estado de embriaguez, drogas, hipnosis provocada. También el estado mental deficiente —el retardado mental— entra en esta consideración.

El problema reside en señalar la “medida” de la enfermedad mental. Efectivamente no toda y cualquier enfermedad invalida un suficiente consentimiento para comprometerse en el matrimonio.

a) La discreción de Juicio

Estudiado el supuesto general de la capacidad para obrar, hay que entrar en otro capítulo que engarza, no ya la edad, sino la suficiente discreción de juicio con respecto a los deberes y derechos esenciales del matrimonio, tal como lo señala el Nº 2 del c. 1095. Es este un concepto no fácil de delimitar y que incluso entraría en polémica con la edad, si no fuera por el impedimento ya señalado de los 14 y 16 años, en los que se supone que existe una suficiente discreción de juicio para contraer. No obstante, queda claro que uso de razón y discreción de juicio tienen un alcance distinto, pues en orden al matrimonio se requiere un grado de madurez de juicio superior al mero uso de razón y también mayor que el requerido para muchos negocios de la vida común.

La jurisprudencia antigua ha señalado que el matrimonio requiere una “mentis discretio” por la que los contrayentes pueden percibir a que se comprometen, con libertad y en virtud de la elección personal realizada con libre arbitrio[10].

Con estas características se delimita en que consiste la madurez de juicio, pero hay que preguntar qué grado de madurez es necesario para que el consentimiento sea válido. Un famoso juez de la Rota Romana nos lo dice: “la única medida de un suficiente consentimiento es una discreción de juicio proporcionada al Matrimonio” (Sabattini).

También aquí entra la edad, para señalar un límite negativo, debajo del cual hay que presumir que no se goza de aquella capacidad. Esta cuestión dependía de las opiniones de los autores, que querían determinar el “quantum” o la gradación de la discreción de juicio. Antes del Código de 1917 que consideró una edad mínima como impedimento, la discusión quedó abierta fundamentalmente entre dos posiciones: la del jesuita Tomás Sánchez y Santo Tomás de Aquino.

El primero mantuvo el criterio de que para contraer matrimonio era suficiente la madurez mental necesaria para cometer un pecado mortal. Esa era la medida que colocaba, por tanto, la madurez mental en los siete años, pues la Iglesia supone que es la edad en la que se inicia la responsabilidad moral. Dice: “Se ha de entender (que es incapaz) el mentecato que está destituido enteramente del uso de razón; lo contrario sería si no carece en absoluto de entendimiento, al que llamamos “tonto” vulgarmente.... porque éste puede contraer esponsales y matrimonio, ya que tiene la suficiente discreción de juicio para pecar mortalmente”[11]. En algunas sentencias rotales, por ej. del 11-XII-1967, todavía se aprecia esta consideración.

Viene luego la doctrina de santo Tomás. Desde el siglo XIII, este autor consideró que dada la gravedad del pacto matrimonial, la capacidad de discernimiento debía ser mucho mayor que la requerida para los normales contratos civiles, y desde luego superior a la edad de siete años. Esta opinión es la que prevaleció en la doctrina canónica que sirvió para señalar el “quantum” necesario en la discreción de juicio:

“Por tanto, antes del primer septenio ningún hombre es capaz para ningún contrato. Pero al final del segundo septenio (14 años) ya se pueden obligar a lo que es propio de las personas, a saber la entrada en religión o el matrimonio”[12].

En aquella época no se tenían medidas psicotécnicas, ni como es obvio, estudios de una ciencia tan reciente como es la, psicología y la psiquiatría, y el santo argumenta que efectivamente para cometer un pecado mortal es suficiente la edad de siete años, porque se trata de un consentimiento de presente, aquí y ahora ante un acto que es pecaminoso. Más para el matrimonio, al tratarse de un acto de futuro (con todas las repercusiones posteriores) se requieren una mayor discreción de juicio, y antes puede el hombre pecar mortalmente que obligarse a un acto futuro[13]. De este modo, sin delimitar en concreto el “quantum”, pues la edad de 14 años es solamente indicativa, no obstante creó una corriente
de opinión que prevaleció en definitiva porque el matrimonio requería una discreción de juicio superior a la exigida en la mayoría de los contratos. Naturalmente en aquella época, las opiniones civiles y canónicas, sin confundirse, se implicaban mutuamente. Hoy —a pesar de la diferencia de ordenamientos— las medidas sobre la capacidad de obrar son similares.

La edad de los 14 años, alrededor de la cual oscilaba esta capacidad, fluctuó durante un tiempo, según las opiniones y la práctica jurídica matrimonial. El mismo santo Tomás contribuyó a crear estas inquietudes pues escribió “aquello a lo que la naturaleza inclina, no exige tanta fuerza de la razón para deliberar como en otros negocios”. Siendo el matrimonio un instituto natural, entraba de lleno en esta opinión que disentía de lo anteriormente enunciado.

El Código de 1917 zanjó la cuestión, por lo que se refiere a la discreción de juicio en cuanto a la edad. Señaló en el canon 1067 (del antiguo código) la regla de los 14 años para la mujer y los 16 para el varón, como medidas mínimas para contraer válidamente.

A partir del Código la jurisprudencia de la Rota y connotados tratadistas dirigen sus esfuerzos en profundizar en la formación del acto humano del consentimiento, por el que los cónyuges deliberan, aceptan y se deciden libremente por el matrimonio. Es ahora, también en el despertar de las ciencias psiquiátricas, cuando se tienen en cuenta aquellos estudios que incidirán en la génesis del acto humano. Se entra, de hecho, en un nuevo capítulo que es considerar de frente las enfermedades mentales y las anomalías psicosexuales.

Desde el siglo XVI, la doctrina matrimonial canónica trabajaba con dos simplicísimos conceptos. Por una parte la amencia, considerada como la ausencia total de razón, lo que llevaba consigo una falta absoluta de consentimiento; sólo tomaba en cuenta las locuras extremas. Por otra, la demencia, cuando implicaba alguna anomalía de la personalidad, siendo por tanto de carácter más leve. A partir de esta última división, la jurisprudencia elaboró el concepto de “insania in re uxoria” (locura referida al matrimonio), que englobaba capítulos perfectamente delimitados actualmente como las ninfomanías, homosexualidad, hiperestesias, etc. Actualmente basta coger un buen tratado especializado en cuestiones matrimoniales, donde se analizan todas las enfermedades y anomalías que pueden incidir en el consentimiento matrimonial.

Esta distinción amencia-demencia y las intermedias han dejado de tener relevancia, incluso en el plano semántico. El canon 1095 del actual código engloba todos los supuestos que puedan darse como enfermedades mentales o anomalías de cualquier especie.

Sin embargo no se piense que diagnosticada la enfermedad, ya todo está resuelto. Hay que tener en cuenta que sólo se valoran las que inciden en el consentimiento y además con los criterios jurídicos propios. Oigamos a Víctor Reina: “No son las perturbaciones psíquicas en cuanto tales, las que hacen nulo el matrimonio sino su incidencia en el consentimiento conforme a ciertos criterios jurídicos de valoración. Dicho de otra manera, las perturbaciones psíquicas o enfermedades mentales en cuestión son los supuestos de hecho que tratan ,de ser aprehendidas por las distintas categorías jurídicas, y sólo a través de estas últimas se puede llegar a la verificación, sustantiva o procesal, de una determinada causa o capítulo de nulidad”[14].

No se trata de poner trabas al recto juicio de un proceso, sino de valorar debidamente las prueba en algo tan importante como es el vínculo matrimonial. El santo Padre en su discurso a la Rota[15] dice “Es importante que (el juez) en esta valoración no se deje engañar ni por juicios superficiales ni por expresiones aparentemente neutrales, pero que en realidad contienen premisas antropológicas inaceptables”.

Un conocido psiquiatra, catedrático de la Universidad de Madrid, Polaino-Llorente, al comentar este discurso, se detenía en concreto con la llamada “inmadurez psicológica” como causa de nulidad y que el santo Padre se quejaba de que fuera el pretexto de los fracasos matrimoniales. Escribe aquel autor: “Se diría que cualquier dificultad conyugal se refracta y expresa como inmadurez psíquica. Los conflictos conyugales amenazan y hacen fracasar el matrimonio. Es así que el fracaso matrimonial se identifica con la inmadurez psíquica y acontece después de la decisión de contraer matrimonio, luego esta inmadurez permite dudar de la libertad y de las disposiciones cognitivas y volitivas de los cónyuges. De donde surge la pretendida inmadurez canónica, y en consecuencia, la nulidad del matrimonio. Muy difícilmente encontraremos a alguien que se autodefina como psíquicamente maduro y además para siempre. De exigirse a todos la madurez psicológica que aquí se pregona —aunque nadie la define— antes del matrimonio, ciertamente nadie podría ni debería casarse”[16].

Era importante esta cita, porque precisamente bajo el capítulo de discreción de juicio, se emplea muchas veces “la inmadurez mental”, “la suficiente madurez por parte de los contrayentes”, pero que —como se ve— necesitan de muchas precisiones y por supuesto, del aporte obligatorio de los peritajes que formulan los médicos psiquiatras.

Está en consideración en la temática actual, con respecto al consentimiento, el llamado criterio dinámico, que estudia el modo de como se produce aquel, y que entra de lleno en la discreción de juicio. Se trata de estudiar los componentes del acto humano para cerciorarse de si se produjo o no un lapsus en el proceso de elaboración del consentimiento; si ha habido lagunas notables; si el camino de la deliberación ha sido desviado por anomalías mentales o defectos de la voluntad, juntamente con la acción de los substratos espirituales que conforman una decisión de esta índole, prescindiendo de que conozcamos o no el contenido psicológico de la discreción de juicio[17].

Queda claro, por tanto, que la discreción de juicio hace referencia a un cierto discernimiento, pero no supone una plena madurez, ni tampoco se exige en los contrayentes un conocimiento perfecto y completo de lo que implica el matrimonio, casi como un estudio científico, ni que tampoco sea necesaria una libertad en sumo grado, ni un perfecto equilibrio volitivo-afectivo; ni siquiera una perfecta conciencia de las motivaciones para la elección matrimonial[18].

Siguiendo este proceso dinámico en nuestro estudio, necesitamos recorrer la integridad de ese camino psíquico que permita evaluar el acto que se quiere realizar y la correspondiente autonomía para decidirse a ello, de forma que se considere como propio del sujeto que lo actualiza.

Para aclarar mejor esta capacidad, esta discreción de juicio veamos un elemento que la conforma y que se llama, la estimativa.

b) La capacidad estimativa.

El año 1941,e1 Juez Rotal Wynen dió una sentencia que llegaría a hacerse famosa, por la novedad de sus soluciones[19]. Ya hemos dicho que la Jurisprudencia eclesial va recogiendo la doctrina de los anteriores y gradualmente llegan a soluciones novedosas. No se puede decir que sean revolucionarias, ni tampoco esto hace falta, pero se incorporan elementos de juicio nuevos, precisamente porque las ciencias psiquiátricas estudian situaciones mentales y profundizan en su investigación asegurando así la verdad de estos nuevos conocimientos.

Wynen estudió con gran detenimiento y notable erudición la capacidad estimativa referente al matrimonio. Para todo estudioso de la psicología escolástica este concepto no es nuevo en absoluto; pero tiene el mérito de apreciarlo como un selector de valores. El matrimonio, como acto humano, se da en el contexto de un orden social, ético y jurídico; y así aquel que es incapaz de captar estos valores sociales, éticos y jurídicos sería también incapaz de contraer. En esta sentencia se lee: “Para que haya un acto humano no se requiere solo un movimiento intrínseco con conocimiento formal del fin, a saber con la advertencia de la inteligencia y libertad de la voluntad, sino que alcanza a un tercer elemento, el de la estimación”. Estos psiquiatras consideran que la estimación es la ponderación, un juicio de valor proporcionado a la gravedad del acto que impulsa a determinarse. Si falta ese elemento —dicen— el acto humano no existe.

En esta causa dieron la opinión siete psiquiatras que determinaron que el sujeto estudiado “tenía una inmoralidad constitucional, aunque en la esfera intelectiva y volitiva aparecía como normal. Más bien —sin ninguna otra enfermedad mental grave— padecía de una indiferencia ética para valorar debidamente el matrimonio y sus consecuencias.

Wynen examina atentamente el problema y deduce lo siguiente: “en el conocimiento hay dos aspectos. Uno es conceptual que indica lo que una cosa es (quid sit); cual es el objeto sobre el que versa el conocimiento; y otro que es la estimativa, o ponderación sobre la importancia o el valor de algo (quid valeat). Generalmente el hombre alcanza ambos aspectos en un sólo acto de conocimiento” (p. 149).

La estimativa es una función del intelecto cuya misión es percibir el valor de un objeto, que en nuestro caso es el matrimonio. Un buen ejemplo nos lo aclarará. Un niño normal adquiere los conceptos de las cosas a edad temprana; así a los siete años sabe lo que es un pajar y lo que es un incendio; pero al prender fuego no tiene un conocimiento estimativo, valorativo de la criminalidad de aquel acto. Por tanto, la capacidad estimativa, según la jurisprudencia rotal se sitúa en la captación de valores que hacen digno de estima o no a un objeto, por ejemplo el matrimonio, que percibiéndolo son suficiente madurez mental, es por lo mismo querido o no.

Para aclarar mejor esta descripción, la estimativa no requiere un conocimiento teórico-científico, en alto grado del valor de las nupcias. Es suficiente la valoración en concreto del negocio que se propone realizar —el connubio— y este juicio o estimación, hecho por parte del entendimiento es propuesto a la voluntad que será movida por aquel, de acuerdo al aforismo clásico: nada es querido si previamente no ha sido conocido. Ambos aspectos, no se piense que se diferencian en un antes y un después o como dos entes distintos, sino que numéricamente se captan en un solo acto de aprehensión[20].

El hombre perfecciona o alcanza la capacidad estimativa a partir de la pubertad; en referencia al valor matrimonio, por ser algo connatural, se presume siempre en el adulto, aunque como ya hemos dicho no se precisa de un conocimiento técnico o científico. Si el adulto padece de alguna anomalía, puede faltar esta valoración, y por tanto haría inválido su consentimiento.

Como estamos hablando de actos del conocimiento podría crearse que la estimativa trabaja en la esfera de la especulación intelectual. No es así, al menos del todo. Dentro de la valoración, cabe una perfecta percepción de la relación sexual necesaria para el matrimonio tal como lo indica el c. 1096 §2 y las consecuencias de esa intimidad que conforma el bien de los hijos.

Insistiendo más en esta cuestión práctica, el conocimiento universal que capta la mente del concepto matrimonio, tiene que llegar a un acto particular y valorar este concreto matrimonio, que es el que va a contraer aquel sujeto. Papel de la capacidad cogitativa es el de concluir una decisión práctica, que ha sido debidamente sospesada, extrayendo la conclusión de aquellos juicios de valor.

Muchas sentencias posteriores han insistido en esta doctrina señalando que “es preciso estimar la naturaleza del matrimonio”, pero no se ha aclarado el grado o el “quantum” de estimativa necesario para valorar debidamente el matrimonio, ni para que el consentimiento sea válido.

c) La capacidad crítica: libertad de elección.

Aclarado someramente el papel de la estimativa para percibir el valor del matrimonio, hay que dar un paso más que nos adentra en la esfera de la capacidad crítica. Esta, juzga, raciocina, compara juicios de valor para deducir uno nuevo; y en esa fase de deliberación excitar a la voluntad para que consienta en aquel determinado matrimonio. En este proceso es un elemento más a tomar en cuenta que conduce a través de la libertad interna, a la verdadera y propia elección.

En algunas sentencias rotales se menciona el “potere critico” o “conoscenza critica”, tal como la han elaborado los psiquiatras, que se correspondería a la discreción de juicio. El contenido de esta capacidad crítica abarcaría estos tres aspectos[21]:

+ facultad de reflexión sobre sí mismo.
+ capacidad para juzgar y raciocinar.
+ relación entre la capacidad crítica y la deliberación en que consiste la libertad psicológica.


Sobre el primer aspecto poco hay que decir. Es la capacidad del adolescente que se abre al mundo del propio yo.

Nos interesa más la capacidad de juzgar y raciocinar, partiendo de los valores de la estimativa, para adelantar un juicio libre. A la hora de juzgar, aunque parezca repetir, no se requiere un conocimiento teórico del matrimonio; se pide una madurez de juicio o discreción mental suficiente, bastando para ello una noción vaga “in confusso”, tal como lo pide el c. 1096: “Para que pueda haber consentimiento matrimonial es necesario que los contrayentes no ignoren menos que el matrimonio es un consorcio permanente entre un varón y una mujer ordenado a la procreación de la prole mediante una cierta cooperación sexual”. Así, es factible realizar el juicio práctico y real que versa sobre los peculiares deberes del matrimonio y que lleva consigo ya en la elección, la suficiente libertad interior.

Si queremos detallar más, es posible hacerlo “Tal facultad crítica exige una armónica ordenación e impulsión de estas facultades, a saber el entendimiento y la voluntad por las que surge la determinación consciente y libre para aceptar un determinado objeto, con la posibilidad de decidirse por otro; cuando esta ordenación armónica, incidencia, acuerdo o unidad se perturba gravemente no puede actuar la facultad crítica”[22].

Llegamos al último aspecto, el de la deliberación que decide con libertad interior, que es un acto conjunto de la voluntad y del entendimiento.

Conviene, por ello precisar más. No se puede ignorar la complejidad del psiquismo humano y la propensión escolástica de que la inteligencia y la voluntad, como facultades distintas, operan de un modo inseparable debido a la unidad del sujeto y de la persona, que pondera, que decide y que elige. Como facultades espirituales no pueden ser afectadas por ninguna enfermedad, pero sí en cuanto a su funcionamiento por la perturbación de los órganos materiales (cerebro, nervios) o sobre la personalidad total (incluidos los afectos, más sensibles) del sujeto. La doctrina clásica llegó a la conclusión de que permaneciendo íntegro el intelecto no había anomalías que pudiesen afectar individualmente a la voluntad. Se partía del supuesto de que la voluntad necesariamente quería o no, de acuerdo a lo que le presentaba al intelecto. En consecuencia, únicamente quedaba afectada la voluntad, si el intelecto padecía alguna enfermedad. Así terminaba una sentencia rotal: “No existen enfermedades en las que la voluntad y sólo ella es la afectada directamente, de tal manera que pueda anularse el libre albedrío”[23].

Posteriormente, no obstante, la jurisprudencia rotal acogió la investigación seria y científica de la psiquiatría, que señalaba capítulos concretos de enfermedades mentales, que se referían sólo a la voluntad. Es una larguísima y connotada sentencia de De Jorio[24] señalaba que en ciertas enfermedades por amencia o por demencia “iudices ecclesiastici considerationen intenderunt magis in voluntatis actum quam in vim intellectus” (los jueces eclesiásticos tomaron en consideración más el acto de voluntad que la fuerza del intelecto).

En otra sentencia, Pompedda[25] señala el caso de una persona de gran capacidad intelectual, pero afectada por la idea obsesiva del temor a la soledad. Su patología de origen neurótico-obsesivo dominó su entera personalidad, desposeyéndolo de la libertad de autodeterminación y de elegir el matrimonio, que fue declarado nulo.

En la práctica importa mucha esta decisión porque entramos en un campo, el de la afectividad, con impulsiones y motivaciones más sensibles que pueden dar una tonalidad muy marcada al obrar humano. Existen emociones muy profundas que pueden condicionar la voluntad humana, haciendo la elección más o menos difícil influyendo en la esfera de la libertad. No obstante, esto no significa que pueda destruir siempre la realidad del acto libre[26].

No es tampoco raro encontrar actualmente una sobrevaloración de las motivaciones en cuanto a la elección del matrimonio. Así por ej. una muchacha que contrajo matrimonio movida por esta razón, pretendía que su consentimiento fue inválido por la fuerza de este condicionamiento, ajeno a su voluntad. Pero no siempre esta pretensión puede ser acogida por un tribunal. La mera motivación dirige la actividad humana, pero no constriñe la libertad. Es un factor más, que junto con otros convence a la voluntad para obrar, para aceptar aquel objeto o deshacerlo. La voluntad, aún en contra de aquel impulso, puede denegarlo y afianzarse en una decisión contraria. Aunque psicológicamente parece que aquella decisión está totalmente determinada por el embarazo, la exigencia del derecho no la considera como tal. Efectivamente, una muchacha sana tiene una discreción de juicio normal y valora debidamente la situación. Debe afrontar las consecuencias de ese embarazo, pero intuye que necesariamente no es la solución aceptar un matrimonio. Dirá que sin el embarazo nunca se hubiera casado, pero confunde la ocasión con una causa necesaria. Y olvida que libremente —aunque condicionada, como lo estamos en este mundo por una serie de circunstancias— puede elegir o no, su matrimonio. Otra cosa es, que por un embarazo, una chica sufra tal presión por parte de padres o parientes, de forma que su consentimiento queda invalidado por miedo grave.

Dejando aparte este ejemplo concreto que surge constantemente como causal en los tribunales de matrimonios, hay que tener en cuenta otras circunstancias, que son las anomalías causadas por enfermedades mentales o influjos afectivos de gravedad. Entre estos pueden considerarse las pasiones, la concupiscencia que afecta al entendimiento cegándolo e impidiendo una debida deliberación o sometiendo la voluntad, obstruyendo así la ejecución de un mandato libre. También la perturbación en la memoria, en la fantasía que impida examinar imparcialmente los motivos contrapuestos que inhiben los medios de control de la inteligencia e influyen en la libre decisión.

En el caso de la llamada inmadurez efectiva, no hay que acoger la opinión vulgar de “persona inmadura”, sino que son aquellas afecciones psíquicas que efectivamente afectan la discreción de juicio: el infantilismo, la carencia del sentido de la realidad, la falta de capacidad de entrega, así como aquellas manifestaciones patológicas, como la exagerada fijación de la imagen paterna o materna, la necesidad de una excesiva protección, egoísmo patológico así como la incapacidad para profundizar en la relación interpersonal, etc.[27] De hecho, muchos caracteres anormales, sobretodo en el campo de las psicopatías, los casos de psicosis y también neurosis agudas y las psicastenias que inciden en la inteligencia o en la voluntad, imposibilitan una libre determinación. La actuación de la capacidad crítica que exige la discreción de juicio, opera en el entendimiento práctico y se resuelve en la deliberación, tras el juicio de valor —proporcionado por la estimativa— y posibilita la realización de un acto libre.

El principio es claro: la discreción de juicio es la única medida de un suficiente consentimiento, pero en la realidad —como queda expuesto— sea tan difícil su evaluación, aunque se haga caso por caso, prolija y detenidamente. En el aspecto práctico, la falta de discreción de juicio actúa dentro de las patologías mentales. Patología, cuyo valor se mide no por la ciencia psiquiátrica, sino en el plano jurídico-canónico.

El canon 1095 §2 exige también que el defecto de discreción de juicio sea grave. Este adjetivo no se refiere a la enfermedad, que es muy relativa en la amplia gama de las patologías, sino grave en cuanto que afecta a la incapacidad de contraer por defecto de discreción de juicio acerca de los derechos-deberes esenciales del matrimonio.

Puede darse una enfermedad grave en un sujeto que parece esquizofrenia o neurosis, que no obstante puede gozar de una suficiente madurez de juicio proporcionada a su edad. En todo caso, la grave falta de discreción de juicio es un término jurídico que media entre la exigencia de una seria deliberación, sin
pretender tampoco una perfección propia de individuos con una capacidad perfecta.

El contenido de esa gravedad sobre la madurez de juicio, son los derechos-deberes esenciales del matrimonio. Tampoco aquí se exige un conocimiento científico o superior de los mismos, sino la disposición psíquica suficiente para valorarlos y aceptarlos en el momento de contraer matrimonio. No podemos ahora adentramos en el estudio exhaustivo de cuales sean estos derechos-deberes, pero basta el considerarlos con amplitud, lo que abarcaría el concepto del bien de los cónyuges, señalado en el canon 1055, como el “consorcio para toda la vida”.

Una observación final. No hay categorías de enfermedades o situaciones anómalas que quedan englobados en cada una de los apartados que nos muestra el canon 1095, sin que éste fue formulado en el actual código como un punto de llegada[28] que recogía la experiencia y la práctica del Tribunal de la Rota juntamente con la doctrina teológico-canónica que se refieren a la incapacidad consensual. Todas las enfermedades —cualesquiera que sean— quedan englobadas en los tres supuestos de este canon, sin quedar encajonados en uno u otro. Así, la esquizofrenia puede ser valorada jurídicamente tanto desde el punto de vista del uso de razón (Nº 1), como el discreción de juicio (Nº 2), como de la incapacidad de asumir las obligaciones esenciales del matrimonio (Nº 3), que son los tres fundamentales criterios legales asentados por el nuevo código, y dependerá en cada caso concreto el que procesalmente convenga utilizar en uno u otro criterio legal[29].

[1] Cfr. “Familiaris Consortio”. Juan Pablo II, 1981 nn.7 y 8.
[2] Mc 10,3.
[3] Dig. 35, 1, 15
[4] I discorsi del Papa ella Rota. Vaticano 1986. 28 enero 1982, pág. 154, nn 450 y 452.
[5] SRRD, 16-XII-75, coram Agostini, vol. 67, pp. 302.
[6] 0. Fumagalli. Intelletto volontà nel consenso matrimoniale in diritto canonico. Milano 1974.
[7] I discorsi del Papa. Discurso a la Rota Romana 1980 N º 413.
[8] Ibídem. Discurso del año 1981, Nº 433.
[9] Tomas de Aquino. Summa Theologica. II-IIae, q. 57, at 2 ad 1.
[10] Cfr. SRRD 30-VII-1932, vol 24.
[11] De Sancto Sacramento Matrimonii, L. 1, disp. 8, N 9 18.
[12] In IV Sententiarum, dist. 22, q.2, art. 2.
[13] Idem, dist. 26, q.1, art. 5 ad 1.
[14] Víctor Reina. Lecciones de Derecho matrimonial, Barcelona 1984, p 72.
[15] Discurso del Papa al Tribunal de la Rota. AAS 78, 1986, pp481, Nº 8
[16] Polaino Llorente, A., Comentarios de un psiquiatra al Discurso del Papa. Ius Canonicum No 54, 1987 p. 599. Dr..
[17] Inteletto e volonta. O. Fumagalli. Ibidem pag. 281.
[18] Cfr. M. F. Pompedda. II canone 1095 del nuevo codice de diritto canonico. lus Canonicum Nº 54, 1987, pp. 535-555.
[19] SRRD, 25-11-1941, vol 33, pp 144-168.
[20] Eloy Tejero. La discreción de juicio para consentir en el matrimonio. lus Canonicum. 1982, n. 44 p. 403. Resumimos en nuestro estudio su documentado trabajo sobre la capacidad cogitativa.
[21] SRRD. coram Felici. 3-XII-1957, vol 49, p. 788, n. 2.
[22] SRRD, 20-XII-72; vol. 64.
[23] SRRD, 23-11-1937, vol 29
[24] SRRD, 16-11-72, vol 64, pp 93, 99
[25] SRRD, 28-V1-72, vol 64, p. 472.
[26] Cfr. ibidem. Pompedda, págs. 546.
[27] Cfr. López Alarcón-Navarro Valls. Curso de Derecho Matrimonial canónico y concordado. Madrid 1984, págs. 308.
[28] Pompedda. Ibidem pag. 537.
[29] Víctor Reina. Ibídem pag. 73.

Repaso de clases anteriores: teoría general del derecho canónico

  Recordemos que la ley es un orden razonable que da el responsable del cuidado de la comunidad para buscar el bien común de la Iglesia: la ...