LA DISCRECION DE JUICIO EN EL DERECHO MATRIMONIAL CANONICO
Dr. José Giner Puche
Vicario de Justicia de la Arquidiócesis de Guayaquil
1. NOTA PRELIMINAR
Antes de adentramos en la temática jurídica sobre el consentimiento en el derecho matrimonial canónico, quisiera hacer algunas aclaraciones sobre los juicios de nulidad matrimonial, así como comentar algunas opiniones superficiales sobre el sentido del matrimonio en la etapa actual de la sociedad.
La posición de la Iglesia es muy firme respecto a la indisolubilidad del matrimonio, ratificado por la sacramentalidad y reafirmado por la mutua fidelidad de los esposos. En la actual crisis de valores en la que se inserta la sociedad, es natural que la Iglesia sea especialmente celosa de su grey, y por tanto de la institución matrimonial. Para muchos, precisamente, debería adaptarse a estos tiempos tormentosos, “cambiando” sus esquemas o mostrándose más “comprensiva” ante las dificultades del ambiente. En concreto, debería “ceder” en la cuestión matrimonial buscando soluciones para aquellos matrimonios fallidos sin posibilidades de ulterior arreglo.
El Santo Padre analizó esta problemática en la “Exhortación sobre la familia”, con una profunda reflexión a la luz de la fe y de un nuevo humanismo que defiende los derechos del hombre y de la mujer[1]. Los signos inquietantes son “la particular facilidad del divorcio y del recurso a una nueva unión por parte de los mismos fieles; la aceptación del matrimonio puramente civil... el rechazo de las normas morales que guían y promueven el ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio”.
La Iglesia defiende la normativa del derecho natural y sobre todo el derecho divino, con el que Jesucristo instituyó el sacramento del matrimonio. Por encima de esta fidelidad no caben razones de conveniencia, de actualidad o de adaptación; no puede cambiar lo que Dios estableció: “no son ya dos, sino una sola carne y lo que Dios unió, el hombre no lo separe” (Mt 19,6 y Mc. 10,3). Para aquellos que piensan que el matrimonio es una institución pasada de moda, de corte relativo que va con el tiempo o con la ética del momento, cobra relevancia el designio divino y la fidelidad con que la Iglesia ha respondido siempre a los ataques contra esta institución.
En 1528 Enrique VIII de Inglaterra quiso anular su matrimonio con Catalina de Aragón. Escribió al Papa Clemente VIII, pensando que era una mera cuestión procesal, de rápida solución. El Santo Padre no encontró mérito para tal nulidad y aún conociendo que el Rey era capaz de separarse de la Iglesia Católica, fundando su Iglesia Anglicana autónoma, no cedió porque no podía reformar el válido consentimiento de Enrique y Catalina. Unilateralmente el Rey declaró el divorcio, que le llevó a la aventura de seis matrimonios más.
Algunos piensan que la Iglesia también puede divorciar, que puede disolver el vínculo matrimonial, cuando la realidad es que ni el mismo Papa tiene tal poder, ya que es mandato divino la indisolubilidad conyugal. “Lo que Dios unió, el hombre no lo separa”[2] dice el Evangelio. Una vez emitido el consentimiento válidamente y consumado el matrimonio, no hay potestad en el mundo que pueda remitirlo. Los Tribunales matrimoniales de la Iglesia, de larga tradición, únicamente pueden declarar que un matrimonio concreto era nulo. Tenía algún defecto o impedimento esencial, que desde el principio lo hizo nulo, aunque aparentemente funcionara como válido y existente. A posteriori, incluso años después, el fiel cristiano tiene derecho a pedir a estos tribunales que examinen la validez de su vínculo y que den una decisión. Esta pretensión no es un capricho arbitrario, ya que para entrar en tal juicio, se precisa que tenga un cierto fundamento —lo que se llama “fumum iuris”— que luego se examina prolijamente, de acuerdo a la técnica de un proceso matrimonial, regulado por el Código de Derecho Canónico. Tampoco tiene la finalidad de ir contra uno de los cónyuges, pues ambos quedan afectados por la declaración. Sencillamente se pronuncia sobre el valor del vínculo, determinando si estaban casados o no, ante la faz de la Iglesia. Son juicios muy rigurosos, técnicos, con tribunales especializados de tres sacerdotes.
2. EL CONSENTIMIENTO
Elemento esencial para que surja el vínculo matrimonial es el consentimiento. No es, por tanto, el sacerdote quien casa a los novios, o hace efectivo el Sacramento. Son ellos exclusivamente los que contraen el matrimonio válido, aunque el sacerdote sea testigo cualificado y oficie la ceremonia. Los novios emiten un acto de voluntad que se configura como un verdadero contrato, aunque de naturaleza especial, “sui géneris”, que entra en la dogmática general de los negocios jurídicos. Entre católicos, este contrato, por su misma esencia, es siempre un Sacramento y ambos aspectos —contrato y sacramento— no pueden separarse, cuando se ha emitido de acuerdo a ciertas formalidades eclesiales. En el mismo acto, adquiere eficacia el vínculo y el sacramento.
Si hablamos de contrato, daría la impresión de que estaría sujeto a las propiedades de los negocios jurídicos, que los hacen rescindibles por justa causa, o que pueden cambiar sus elementos por acuerdo de voluntad de las partes. Ya en el siglo XVI los reformadores Calvino y Lutero negaron el carácter sacramental del matrimonio religioso y concluyeron que era un negocio puramente civil, sujeto a la potestad del Estado. A esta concepción, se añadió posteriormente el influjo doctrinal laicizante de la Ilustración, que lo acogió como un dogma estatal presentado por la Constitución revolucionaria francesa y luego, acuñado en el Código napoleónico. Si el matrimonio es un contrato civil, la consecuencia inmediata es el divorcio, pues en cuanto cesa el acuerdo de las partes, el negocio se da por terminado.
La consideración contractual proviene de la canonística medieval, como expresión de un compromiso para siempre. No obstante, el derecho canónico es heredero del romano, aunque con matices distintos. Es clásico el aforismo “Matrimonium non concubitus, sed consensus facit”, de Ulpiano, ya formulado en la época clásica[3]. El matrimonio no es una unión física, sino que lo constituye el consentimiento. Consentimiento que se adhiere a un instituto natural. Efectivamente, el matrimonio es una exigencia de la naturaleza humana y es la Ley Natural, la que determina sus fines y propiedades, proyectadas por Dios para cumplir una determinada finalidad. Se configura, por tanto, como una institución, con elementos predeterminados que el hombre no puede cambiar y así su voluntad debe adherirse a aquellos.
El consentimiento es el elemento creador, la causa eficiente del vínculo matrimonial; es algo tan personal, íntimo e intransferible que no puede ser sustituido por nadie. “El matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir”. (c. 1057 §1). Este canon es fundamental, ya que cualquier defecto en el origen o en el desarrollo del acto volitivo supondría un fallo esencial que haría nulo el matrimonio.
El consentimiento abre paso también, a las demás consideraciones que provienen como un desarrollo congruente y necesario, por ej., la familia. El Santo Padre en una alocución a la Rota Romana decía en1982: “El consentimiento matrimonial es el acto de voluntad que significa y supone un don mútuo, que une a los esposos entre sí y al mismo tiempo los vincula a sus eventuales hijos, con los cuales constituye una sola familia, un solo hogar, una iglesia doméstica (LG 11)”[4].
Es, por tanto, el consentimiento un acto verdaderamente humano, consciente y libre, que debe estar dotado de toda la independencia, inherente a lo que quiere la persona, se compromete y desea hacer. De acuerdo a lo que dice el Papa, este acto de voluntad, más que un frío acto jurídico del que surgen obligaciones, es un verdadero compromiso, para constituir con toda su riqueza existencial, lo que señala el Nº 48 de la “Gaudium et Spes”: “la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre el consentimiento personal e irrevocable”.
El acto del consentimiento es complejo. No hay que colocarlo exclusivamente en la voluntad, pues supone un conocimiento previo de acuerdo al aforismo clásico: “nihil volitum nisi praecognitum” (nada es querido, sin ser previamente conocido), lo que determina diversos actos por lo que el intelecto emite juicios de valor referentes al objeto del contrato, que en nuestro caso se especifica en el bien del matrimonio. Es obvio, que el consentimiento matrimonial ha de proceder de una voluntad libre y deliberada. Ha de tener todas las cualidades internas y externas, jurídicas y también psicológicas que se requieren para que tal acto sea válido. Lo que cuenta es la libertad de la decisión a instancias de una razón que capta bien, sin demasiadas minucias, lo que quiere y desea acoger como compromiso.
Pero aquí entran en juego fuerzas subconscientes, emocionales, impulsivas; pasiones, deficiencias hereditarias, verdaderas enfermedades, y entonces entramos en el campo de la psiquiatría, que no por novedoso es dejado de lado por la ciencia canónica. El Tribunal de la Rota Romana —cuyas líneas directrices son fundamentales para los jueces en los procesos matrimoniales— desde hace algunos decenios acogió estas modernas tendencias psicológicas, sin violentar las concepciones clásicas sobre el acto humano que han sido estudiadas y formuladas por hombres eminentes, como un Tomás Sánchez, o santo Tomás de Aquino. En último término son conceptos basados en la naturaleza humana, que tienen carácter de permanencia. No olvidemos el derecho natural respecto al consentimiento, a los contrayentes y al objeto del matrimonio no han variado. No se puede decir que se exigió más en unos siglos que en otros. Un psicologismo desbocado nos llevaría a creer que de acuerdos a estos avances de la ciencia, el proceso de la voluntad está más inficionado de anomalías mentales, llamemos las “actuales”, que lo hacen nulo. El matrimonio es una institución universal propia de todos los hombres, pasados y presentes, de todas las razas y pueblos. No ha cambiado el derecho natural, ni la jurisprudencia exige hoy día más discreción de juicio o una mayor madurez psicológica. Lo que ocurre es que las anomalías, impedimentos y enfermedades psíquicas están mejor estudiadas y el juez cuenta con criterios más exactos para evaluar y verificar un verdadero consentimiento.
Dice una sentencia de la Rota: “Hay que tener en cuenta sobre todo, los puntos esenciales para que se dé un contrato válido. Si éstos faltan, tal corno se exigen para conformar la simple existencia del pacto nupcial, entonces se contrae inválidamente; pero si faltan los que miran a una mayor perfección, del pacto, se contrae válidamente”[5].
En la práctica forense canónica, por tanto, los informes de los peritos (médicos, psicólogos) son meramente indicativos. No son ellos los que resuelven si existió o no la suficiente capacidad en un sujeto, sino que su informe es la base para demostrar, de acuerdo a las exigencias del derecho canónico, la validez o invalidez de aquel consentimiento. Al juez le corresponde apreciar el mérito probatorio que en cada paso puede y debe concederse al dictamen pericial. Necesita para decidir, alcanzar una certeza moral que es algo muy personal, privativo e inderogable, aunque se base en razones del todo objetivas.
Ha dicho certeramente O. Fumagalli: “ha de tenerse en cuenta que el sistema canonístico atribuye a la voluntad la fuerza de producir efectos jurídicos, pero esto proviene de una atribución realizada por el ordenamiento jurídico, con la consecuencia de limitar los hechos psicológicos relevantes, a los indicados por la ley expresa o implícitamente”[6]. La ley positiva canónica, que acoge los principios del derecho natural, es la que más perfectamente determina en cada caso lo que es válido o es inválido, al margen de procesos racionales subjetivistas o supuestamente científica que carecerían de validez objetiva.
3. GRAVE DEFECTO DE DISCRECION DE JUICIO
El canon 1095 del actual código acoge por vez primera —por tanto en la legislación— este concepto que es antiquísimo y que con las mismas palabras tiene una historia moral y canónica de singular relevancia. Ya santo Tomás en el siglo XIII utilizó la discreción de juicio para medir el valor necesario que es preciso dar a un consentimiento verdadero. Hay una necesaria continuidad en el ordenamiento canónico, pero es indudable que la doctrina se ha enriquecido con los aportes de las nuevas ciencias psiquiátricas, sobre todo una vez asentadas ciertas premisas, dejando atrás el período de prueba o de especulación. El Papa Juan Pablo II decía en 1980[7] que este progreso había influido en los tribunales
con nuevos presupuestos y aportaciones, que no obstante no siempre fueron correctas. En algunos países fue tal el abuso que siguió a estas aplicaciones psiquiátricas, con miles de matrimonios anulados, que llevó a la santa Sede a advertir directamente un mayor respeto “con la aplicación fiel de las normas,
sustanciales o procesales ya codificadas, sin recurrir a presuntas o probables innovaciones, a interpretaciones que no tienen una objetiva adecuación en la norma canónica. “Para declarar terminantemente” que son temerarias estas innovaciones si no tienen respaldo en la jurisprudencia o en los tribunales de la Santa Sede”[8].
Hay que insistir de nuevo, que nos movemos en el campo del derecho natural con preceptos formulados para toda una naturaleza humana. Esta ciertamente no cambia, pero se da un progreso y profundización en muchas actuaciones históricas que manteniendo la esencia inmutable, se adaptan a los individuos y a las circunstancias. Llama la atención leer las audaces opiniones de santo Tomás en este aspecto[9].
Al plantearnos el valor del consentimiento, surge de inmediato la idea de capacidad para entender y para querer un determinado negocio consensual, al que se obliga y que se dirige a su cumplimiento. Un consentimiento normal postula y presupone aquellas condiciones psicológicas que lo convierten en un acto humano y, por tanto, voluntario y responsable.
El canon 1095 acoge un conjunto de presupuestos que eran normales en la doctrina canónica y que se aplicaban continuamente en la práctica jurisprudencial, tras muchos siglos de elaboración práctica y doctrinal. Así se reconocía la nulidad del matrimonio para aquellos que en el momento de celebrarlo no gozarán del suficiente uso de razón como los niños o por enfermedad mental; también para los que tuviesen un grave defecto en la madurez o discreción de juicio o, en suma, para los incapaces de asumir los graves derechos-deberes propios del matrimonio, aunque gozaran de capacidad consensual. Pues bien estas formulaciones han pasado al derecho positivo.
El canon está formulado de un modo negativo: “Son incapaces de contraer matrimonio: 1) quienes carecen de suficiente uso de razón” (1095 §1). Es este un punto principal que se refiere a la capacidad general de obrar; presupuesto básico para actuar jurídicamente. La edad marca un límite “ad infra”; normalmente se fija una mayoría de edad alrededor de los 18 años en nuestro código, o de 21 en el napoleónico, como supuesto, para la plena capacidad de obrar. Ahora bien, la Iglesia fija para el matrimonio una edad inferior: 14 años para la mujer y 16 para el varón, mientras no exista alguna alteración psíquica. Se trata de que el púber sepa a qué se obliga al contraer matrimonio en general, pero no exige el código un perfecto uso de razón, sino simplemente el suficiente uso de razón, para que lo actuado sea válido. Aquí entran las discusiones doctrinales para señalar exactamente el “quantum” de raciocinio, de voluntad libre, de capacidad para contraer. ¿Qué quiere decir, por tanto y en qué medida hay que considerar, el suficiente uso de razón?
Decenas de decisiones de la Rota Romana tratan el tema, afinan, hilan con todo cuidado, pero la contestación es similar. Se requiere un grado de razón y de voluntariedad que sea proporcionado a la gravedad del matrimonio. Por lo que se refiere al mínimo de edad, el Código crea un impedimento con el c. 1083 y así queda zanjada esta cuestión. Pero ¿qué hacer cuando cónyuges que han sobrepasado esa edad, evidencian que no tienen un suficiente uso de razón? En este caso, es preciso acudir al supuesto de las anomalías psíquicas que de hecho convierten a esa persona en un infante, al menos, en el momento de contraer.
Puede ser una enfermedad mental habitual o bien transitoria, como el estado de embriaguez, drogas, hipnosis provocada. También el estado mental deficiente —el retardado mental— entra en esta consideración.
El problema reside en señalar la “medida” de la enfermedad mental. Efectivamente no toda y cualquier enfermedad invalida un suficiente consentimiento para comprometerse en el matrimonio.
a) La discreción de Juicio
Estudiado el supuesto general de la capacidad para obrar, hay que entrar en otro capítulo que engarza, no ya la edad, sino la suficiente discreción de juicio con respecto a los deberes y derechos esenciales del matrimonio, tal como lo señala el Nº 2 del c. 1095. Es este un concepto no fácil de delimitar y que incluso entraría en polémica con la edad, si no fuera por el impedimento ya señalado de los 14 y 16 años, en los que se supone que existe una suficiente discreción de juicio para contraer. No obstante, queda claro que uso de razón y discreción de juicio tienen un alcance distinto, pues en orden al matrimonio se requiere un grado de madurez de juicio superior al mero uso de razón y también mayor que el requerido para muchos negocios de la vida común.
La jurisprudencia antigua ha señalado que el matrimonio requiere una “mentis discretio” por la que los contrayentes pueden percibir a que se comprometen, con libertad y en virtud de la elección personal realizada con libre arbitrio[10].
Con estas características se delimita en que consiste la madurez de juicio, pero hay que preguntar qué grado de madurez es necesario para que el consentimiento sea válido. Un famoso juez de la Rota Romana nos lo dice: “la única medida de un suficiente consentimiento es una discreción de juicio proporcionada al Matrimonio” (Sabattini).
También aquí entra la edad, para señalar un límite negativo, debajo del cual hay que presumir que no se goza de aquella capacidad. Esta cuestión dependía de las opiniones de los autores, que querían determinar el “quantum” o la gradación de la discreción de juicio. Antes del Código de 1917 que consideró una edad mínima como impedimento, la discusión quedó abierta fundamentalmente entre dos posiciones: la del jesuita Tomás Sánchez y Santo Tomás de Aquino.
El primero mantuvo el criterio de que para contraer matrimonio era suficiente la madurez mental necesaria para cometer un pecado mortal. Esa era la medida que colocaba, por tanto, la madurez mental en los siete años, pues la Iglesia supone que es la edad en la que se inicia la responsabilidad moral. Dice: “Se ha de entender (que es incapaz) el mentecato que está destituido enteramente del uso de razón; lo contrario sería si no carece en absoluto de entendimiento, al que llamamos “tonto” vulgarmente.... porque éste puede contraer esponsales y matrimonio, ya que tiene la suficiente discreción de juicio para pecar mortalmente”[11]. En algunas sentencias rotales, por ej. del 11-XII-1967, todavía se aprecia esta consideración.
Viene luego la doctrina de santo Tomás. Desde el siglo XIII, este autor consideró que dada la gravedad del pacto matrimonial, la capacidad de discernimiento debía ser mucho mayor que la requerida para los normales contratos civiles, y desde luego superior a la edad de siete años. Esta opinión es la que prevaleció en la doctrina canónica que sirvió para señalar el “quantum” necesario en la discreción de juicio:
“Por tanto, antes del primer septenio ningún hombre es capaz para ningún contrato. Pero al final del segundo septenio (14 años) ya se pueden obligar a lo que es propio de las personas, a saber la entrada en religión o el matrimonio”[12].
En aquella época no se tenían medidas psicotécnicas, ni como es obvio, estudios de una ciencia tan reciente como es la, psicología y la psiquiatría, y el santo argumenta que efectivamente para cometer un pecado mortal es suficiente la edad de siete años, porque se trata de un consentimiento de presente, aquí y ahora ante un acto que es pecaminoso. Más para el matrimonio, al tratarse de un acto de futuro (con todas las repercusiones posteriores) se requieren una mayor discreción de juicio, y antes puede el hombre pecar mortalmente que obligarse a un acto futuro[13]. De este modo, sin delimitar en concreto el “quantum”, pues la edad de 14 años es solamente indicativa, no obstante creó una corriente
de opinión que prevaleció en definitiva porque el matrimonio requería una discreción de juicio superior a la exigida en la mayoría de los contratos. Naturalmente en aquella época, las opiniones civiles y canónicas, sin confundirse, se implicaban mutuamente. Hoy —a pesar de la diferencia de ordenamientos— las medidas sobre la capacidad de obrar son similares.
La edad de los 14 años, alrededor de la cual oscilaba esta capacidad, fluctuó durante un tiempo, según las opiniones y la práctica jurídica matrimonial. El mismo santo Tomás contribuyó a crear estas inquietudes pues escribió “aquello a lo que la naturaleza inclina, no exige tanta fuerza de la razón para deliberar como en otros negocios”. Siendo el matrimonio un instituto natural, entraba de lleno en esta opinión que disentía de lo anteriormente enunciado.
El Código de 1917 zanjó la cuestión, por lo que se refiere a la discreción de juicio en cuanto a la edad. Señaló en el canon 1067 (del antiguo código) la regla de los 14 años para la mujer y los 16 para el varón, como medidas mínimas para contraer válidamente.
A partir del Código la jurisprudencia de la Rota y connotados tratadistas dirigen sus esfuerzos en profundizar en la formación del acto humano del consentimiento, por el que los cónyuges deliberan, aceptan y se deciden libremente por el matrimonio. Es ahora, también en el despertar de las ciencias psiquiátricas, cuando se tienen en cuenta aquellos estudios que incidirán en la génesis del acto humano. Se entra, de hecho, en un nuevo capítulo que es considerar de frente las enfermedades mentales y las anomalías psicosexuales.
Desde el siglo XVI, la doctrina matrimonial canónica trabajaba con dos simplicísimos conceptos. Por una parte la amencia, considerada como la ausencia total de razón, lo que llevaba consigo una falta absoluta de consentimiento; sólo tomaba en cuenta las locuras extremas. Por otra, la demencia, cuando implicaba alguna anomalía de la personalidad, siendo por tanto de carácter más leve. A partir de esta última división, la jurisprudencia elaboró el concepto de “insania in re uxoria” (locura referida al matrimonio), que englobaba capítulos perfectamente delimitados actualmente como las ninfomanías, homosexualidad, hiperestesias, etc. Actualmente basta coger un buen tratado especializado en cuestiones matrimoniales, donde se analizan todas las enfermedades y anomalías que pueden incidir en el consentimiento matrimonial.
Esta distinción amencia-demencia y las intermedias han dejado de tener relevancia, incluso en el plano semántico. El canon 1095 del actual código engloba todos los supuestos que puedan darse como enfermedades mentales o anomalías de cualquier especie.
Sin embargo no se piense que diagnosticada la enfermedad, ya todo está resuelto. Hay que tener en cuenta que sólo se valoran las que inciden en el consentimiento y además con los criterios jurídicos propios. Oigamos a Víctor Reina: “No son las perturbaciones psíquicas en cuanto tales, las que hacen nulo el matrimonio sino su incidencia en el consentimiento conforme a ciertos criterios jurídicos de valoración. Dicho de otra manera, las perturbaciones psíquicas o enfermedades mentales en cuestión son los supuestos de hecho que tratan ,de ser aprehendidas por las distintas categorías jurídicas, y sólo a través de estas últimas se puede llegar a la verificación, sustantiva o procesal, de una determinada causa o capítulo de nulidad”[14].
No se trata de poner trabas al recto juicio de un proceso, sino de valorar debidamente las prueba en algo tan importante como es el vínculo matrimonial. El santo Padre en su discurso a la Rota[15] dice “Es importante que (el juez) en esta valoración no se deje engañar ni por juicios superficiales ni por expresiones aparentemente neutrales, pero que en realidad contienen premisas antropológicas inaceptables”.
Un conocido psiquiatra, catedrático de la Universidad de Madrid, Polaino-Llorente, al comentar este discurso, se detenía en concreto con la llamada “inmadurez psicológica” como causa de nulidad y que el santo Padre se quejaba de que fuera el pretexto de los fracasos matrimoniales. Escribe aquel autor: “Se diría que cualquier dificultad conyugal se refracta y expresa como inmadurez psíquica. Los conflictos conyugales amenazan y hacen fracasar el matrimonio. Es así que el fracaso matrimonial se identifica con la inmadurez psíquica y acontece después de la decisión de contraer matrimonio, luego esta inmadurez permite dudar de la libertad y de las disposiciones cognitivas y volitivas de los cónyuges. De donde surge la pretendida inmadurez canónica, y en consecuencia, la nulidad del matrimonio. Muy difícilmente encontraremos a alguien que se autodefina como psíquicamente maduro y además para siempre. De exigirse a todos la madurez psicológica que aquí se pregona —aunque nadie la define— antes del matrimonio, ciertamente nadie podría ni debería casarse”[16].
Era importante esta cita, porque precisamente bajo el capítulo de discreción de juicio, se emplea muchas veces “la inmadurez mental”, “la suficiente madurez por parte de los contrayentes”, pero que —como se ve— necesitan de muchas precisiones y por supuesto, del aporte obligatorio de los peritajes que formulan los médicos psiquiatras.
Está en consideración en la temática actual, con respecto al consentimiento, el llamado criterio dinámico, que estudia el modo de como se produce aquel, y que entra de lleno en la discreción de juicio. Se trata de estudiar los componentes del acto humano para cerciorarse de si se produjo o no un lapsus en el proceso de elaboración del consentimiento; si ha habido lagunas notables; si el camino de la deliberación ha sido desviado por anomalías mentales o defectos de la voluntad, juntamente con la acción de los substratos espirituales que conforman una decisión de esta índole, prescindiendo de que conozcamos o no el contenido psicológico de la discreción de juicio[17].
Queda claro, por tanto, que la discreción de juicio hace referencia a un cierto discernimiento, pero no supone una plena madurez, ni tampoco se exige en los contrayentes un conocimiento perfecto y completo de lo que implica el matrimonio, casi como un estudio científico, ni que tampoco sea necesaria una libertad en sumo grado, ni un perfecto equilibrio volitivo-afectivo; ni siquiera una perfecta conciencia de las motivaciones para la elección matrimonial[18].
Siguiendo este proceso dinámico en nuestro estudio, necesitamos recorrer la integridad de ese camino psíquico que permita evaluar el acto que se quiere realizar y la correspondiente autonomía para decidirse a ello, de forma que se considere como propio del sujeto que lo actualiza.
Para aclarar mejor esta capacidad, esta discreción de juicio veamos un elemento que la conforma y que se llama, la estimativa.
b) La capacidad estimativa.
El año 1941,e1 Juez Rotal Wynen dió una sentencia que llegaría a hacerse famosa, por la novedad de sus soluciones[19]. Ya hemos dicho que la Jurisprudencia eclesial va recogiendo la doctrina de los anteriores y gradualmente llegan a soluciones novedosas. No se puede decir que sean revolucionarias, ni tampoco esto hace falta, pero se incorporan elementos de juicio nuevos, precisamente porque las ciencias psiquiátricas estudian situaciones mentales y profundizan en su investigación asegurando así la verdad de estos nuevos conocimientos.
Wynen estudió con gran detenimiento y notable erudición la capacidad estimativa referente al matrimonio. Para todo estudioso de la psicología escolástica este concepto no es nuevo en absoluto; pero tiene el mérito de apreciarlo como un selector de valores. El matrimonio, como acto humano, se da en el contexto de un orden social, ético y jurídico; y así aquel que es incapaz de captar estos valores sociales, éticos y jurídicos sería también incapaz de contraer. En esta sentencia se lee: “Para que haya un acto humano no se requiere solo un movimiento intrínseco con conocimiento formal del fin, a saber con la advertencia de la inteligencia y libertad de la voluntad, sino que alcanza a un tercer elemento, el de la estimación”. Estos psiquiatras consideran que la estimación es la ponderación, un juicio de valor proporcionado a la gravedad del acto que impulsa a determinarse. Si falta ese elemento —dicen— el acto humano no existe.
En esta causa dieron la opinión siete psiquiatras que determinaron que el sujeto estudiado “tenía una inmoralidad constitucional, aunque en la esfera intelectiva y volitiva aparecía como normal. Más bien —sin ninguna otra enfermedad mental grave— padecía de una indiferencia ética para valorar debidamente el matrimonio y sus consecuencias.
Wynen examina atentamente el problema y deduce lo siguiente: “en el conocimiento hay dos aspectos. Uno es conceptual que indica lo que una cosa es (quid sit); cual es el objeto sobre el que versa el conocimiento; y otro que es la estimativa, o ponderación sobre la importancia o el valor de algo (quid valeat). Generalmente el hombre alcanza ambos aspectos en un sólo acto de conocimiento” (p. 149).
La estimativa es una función del intelecto cuya misión es percibir el valor de un objeto, que en nuestro caso es el matrimonio. Un buen ejemplo nos lo aclarará. Un niño normal adquiere los conceptos de las cosas a edad temprana; así a los siete años sabe lo que es un pajar y lo que es un incendio; pero al prender fuego no tiene un conocimiento estimativo, valorativo de la criminalidad de aquel acto. Por tanto, la capacidad estimativa, según la jurisprudencia rotal se sitúa en la captación de valores que hacen digno de estima o no a un objeto, por ejemplo el matrimonio, que percibiéndolo son suficiente madurez mental, es por lo mismo querido o no.
Para aclarar mejor esta descripción, la estimativa no requiere un conocimiento teórico-científico, en alto grado del valor de las nupcias. Es suficiente la valoración en concreto del negocio que se propone realizar —el connubio— y este juicio o estimación, hecho por parte del entendimiento es propuesto a la voluntad que será movida por aquel, de acuerdo al aforismo clásico: nada es querido si previamente no ha sido conocido. Ambos aspectos, no se piense que se diferencian en un antes y un después o como dos entes distintos, sino que numéricamente se captan en un solo acto de aprehensión[20].
El hombre perfecciona o alcanza la capacidad estimativa a partir de la pubertad; en referencia al valor matrimonio, por ser algo connatural, se presume siempre en el adulto, aunque como ya hemos dicho no se precisa de un conocimiento técnico o científico. Si el adulto padece de alguna anomalía, puede faltar esta valoración, y por tanto haría inválido su consentimiento.
Como estamos hablando de actos del conocimiento podría crearse que la estimativa trabaja en la esfera de la especulación intelectual. No es así, al menos del todo. Dentro de la valoración, cabe una perfecta percepción de la relación sexual necesaria para el matrimonio tal como lo indica el c. 1096 §2 y las consecuencias de esa intimidad que conforma el bien de los hijos.
Insistiendo más en esta cuestión práctica, el conocimiento universal que capta la mente del concepto matrimonio, tiene que llegar a un acto particular y valorar este concreto matrimonio, que es el que va a contraer aquel sujeto. Papel de la capacidad cogitativa es el de concluir una decisión práctica, que ha sido debidamente sospesada, extrayendo la conclusión de aquellos juicios de valor.
Muchas sentencias posteriores han insistido en esta doctrina señalando que “es preciso estimar la naturaleza del matrimonio”, pero no se ha aclarado el grado o el “quantum” de estimativa necesario para valorar debidamente el matrimonio, ni para que el consentimiento sea válido.
c) La capacidad crítica: libertad de elección.
Aclarado someramente el papel de la estimativa para percibir el valor del matrimonio, hay que dar un paso más que nos adentra en la esfera de la capacidad crítica. Esta, juzga, raciocina, compara juicios de valor para deducir uno nuevo; y en esa fase de deliberación excitar a la voluntad para que consienta en aquel determinado matrimonio. En este proceso es un elemento más a tomar en cuenta que conduce a través de la libertad interna, a la verdadera y propia elección.
En algunas sentencias rotales se menciona el “potere critico” o “conoscenza critica”, tal como la han elaborado los psiquiatras, que se correspondería a la discreción de juicio. El contenido de esta capacidad crítica abarcaría estos tres aspectos[21]:
+ facultad de reflexión sobre sí mismo.
+ capacidad para juzgar y raciocinar.
+ relación entre la capacidad crítica y la deliberación en que consiste la libertad psicológica.
Sobre el primer aspecto poco hay que decir. Es la capacidad del adolescente que se abre al mundo del propio yo.
Nos interesa más la capacidad de juzgar y raciocinar, partiendo de los valores de la estimativa, para adelantar un juicio libre. A la hora de juzgar, aunque parezca repetir, no se requiere un conocimiento teórico del matrimonio; se pide una madurez de juicio o discreción mental suficiente, bastando para ello una noción vaga “in confusso”, tal como lo pide el c. 1096: “Para que pueda haber consentimiento matrimonial es necesario que los contrayentes no ignoren menos que el matrimonio es un consorcio permanente entre un varón y una mujer ordenado a la procreación de la prole mediante una cierta cooperación sexual”. Así, es factible realizar el juicio práctico y real que versa sobre los peculiares deberes del matrimonio y que lleva consigo ya en la elección, la suficiente libertad interior.
Si queremos detallar más, es posible hacerlo “Tal facultad crítica exige una armónica ordenación e impulsión de estas facultades, a saber el entendimiento y la voluntad por las que surge la determinación consciente y libre para aceptar un determinado objeto, con la posibilidad de decidirse por otro; cuando esta ordenación armónica, incidencia, acuerdo o unidad se perturba gravemente no puede actuar la facultad crítica”[22].
Llegamos al último aspecto, el de la deliberación que decide con libertad interior, que es un acto conjunto de la voluntad y del entendimiento.
Conviene, por ello precisar más. No se puede ignorar la complejidad del psiquismo humano y la propensión escolástica de que la inteligencia y la voluntad, como facultades distintas, operan de un modo inseparable debido a la unidad del sujeto y de la persona, que pondera, que decide y que elige. Como facultades espirituales no pueden ser afectadas por ninguna enfermedad, pero sí en cuanto a su funcionamiento por la perturbación de los órganos materiales (cerebro, nervios) o sobre la personalidad total (incluidos los afectos, más sensibles) del sujeto. La doctrina clásica llegó a la conclusión de que permaneciendo íntegro el intelecto no había anomalías que pudiesen afectar individualmente a la voluntad. Se partía del supuesto de que la voluntad necesariamente quería o no, de acuerdo a lo que le presentaba al intelecto. En consecuencia, únicamente quedaba afectada la voluntad, si el intelecto padecía alguna enfermedad. Así terminaba una sentencia rotal: “No existen enfermedades en las que la voluntad y sólo ella es la afectada directamente, de tal manera que pueda anularse el libre albedrío”[23].
Posteriormente, no obstante, la jurisprudencia rotal acogió la investigación seria y científica de la psiquiatría, que señalaba capítulos concretos de enfermedades mentales, que se referían sólo a la voluntad. Es una larguísima y connotada sentencia de De Jorio[24] señalaba que en ciertas enfermedades por amencia o por demencia “iudices ecclesiastici considerationen intenderunt magis in voluntatis actum quam in vim intellectus” (los jueces eclesiásticos tomaron en consideración más el acto de voluntad que la fuerza del intelecto).
En otra sentencia, Pompedda[25] señala el caso de una persona de gran capacidad intelectual, pero afectada por la idea obsesiva del temor a la soledad. Su patología de origen neurótico-obsesivo dominó su entera personalidad, desposeyéndolo de la libertad de autodeterminación y de elegir el matrimonio, que fue declarado nulo.
En la práctica importa mucha esta decisión porque entramos en un campo, el de la afectividad, con impulsiones y motivaciones más sensibles que pueden dar una tonalidad muy marcada al obrar humano. Existen emociones muy profundas que pueden condicionar la voluntad humana, haciendo la elección más o menos difícil influyendo en la esfera de la libertad. No obstante, esto no significa que pueda destruir siempre la realidad del acto libre[26].
No es tampoco raro encontrar actualmente una sobrevaloración de las motivaciones en cuanto a la elección del matrimonio. Así por ej. una muchacha que contrajo matrimonio movida por esta razón, pretendía que su consentimiento fue inválido por la fuerza de este condicionamiento, ajeno a su voluntad. Pero no siempre esta pretensión puede ser acogida por un tribunal. La mera motivación dirige la actividad humana, pero no constriñe la libertad. Es un factor más, que junto con otros convence a la voluntad para obrar, para aceptar aquel objeto o deshacerlo. La voluntad, aún en contra de aquel impulso, puede denegarlo y afianzarse en una decisión contraria. Aunque psicológicamente parece que aquella decisión está totalmente determinada por el embarazo, la exigencia del derecho no la considera como tal. Efectivamente, una muchacha sana tiene una discreción de juicio normal y valora debidamente la situación. Debe afrontar las consecuencias de ese embarazo, pero intuye que necesariamente no es la solución aceptar un matrimonio. Dirá que sin el embarazo nunca se hubiera casado, pero confunde la ocasión con una causa necesaria. Y olvida que libremente —aunque condicionada, como lo estamos en este mundo por una serie de circunstancias— puede elegir o no, su matrimonio. Otra cosa es, que por un embarazo, una chica sufra tal presión por parte de padres o parientes, de forma que su consentimiento queda invalidado por miedo grave.
Dejando aparte este ejemplo concreto que surge constantemente como causal en los tribunales de matrimonios, hay que tener en cuenta otras circunstancias, que son las anomalías causadas por enfermedades mentales o influjos afectivos de gravedad. Entre estos pueden considerarse las pasiones, la concupiscencia que afecta al entendimiento cegándolo e impidiendo una debida deliberación o sometiendo la voluntad, obstruyendo así la ejecución de un mandato libre. También la perturbación en la memoria, en la fantasía que impida examinar imparcialmente los motivos contrapuestos que inhiben los medios de control de la inteligencia e influyen en la libre decisión.
En el caso de la llamada inmadurez efectiva, no hay que acoger la opinión vulgar de “persona inmadura”, sino que son aquellas afecciones psíquicas que efectivamente afectan la discreción de juicio: el infantilismo, la carencia del sentido de la realidad, la falta de capacidad de entrega, así como aquellas manifestaciones patológicas, como la exagerada fijación de la imagen paterna o materna, la necesidad de una excesiva protección, egoísmo patológico así como la incapacidad para profundizar en la relación interpersonal, etc.[27] De hecho, muchos caracteres anormales, sobretodo en el campo de las psicopatías, los casos de psicosis y también neurosis agudas y las psicastenias que inciden en la inteligencia o en la voluntad, imposibilitan una libre determinación. La actuación de la capacidad crítica que exige la discreción de juicio, opera en el entendimiento práctico y se resuelve en la deliberación, tras el juicio de valor —proporcionado por la estimativa— y posibilita la realización de un acto libre.
El principio es claro: la discreción de juicio es la única medida de un suficiente consentimiento, pero en la realidad —como queda expuesto— sea tan difícil su evaluación, aunque se haga caso por caso, prolija y detenidamente. En el aspecto práctico, la falta de discreción de juicio actúa dentro de las patologías mentales. Patología, cuyo valor se mide no por la ciencia psiquiátrica, sino en el plano jurídico-canónico.
El canon 1095 §2 exige también que el defecto de discreción de juicio sea grave. Este adjetivo no se refiere a la enfermedad, que es muy relativa en la amplia gama de las patologías, sino grave en cuanto que afecta a la incapacidad de contraer por defecto de discreción de juicio acerca de los derechos-deberes esenciales del matrimonio.
Puede darse una enfermedad grave en un sujeto que parece esquizofrenia o neurosis, que no obstante puede gozar de una suficiente madurez de juicio proporcionada a su edad. En todo caso, la grave falta de discreción de juicio es un término jurídico que media entre la exigencia de una seria deliberación, sin
pretender tampoco una perfección propia de individuos con una capacidad perfecta.
El contenido de esa gravedad sobre la madurez de juicio, son los derechos-deberes esenciales del matrimonio. Tampoco aquí se exige un conocimiento científico o superior de los mismos, sino la disposición psíquica suficiente para valorarlos y aceptarlos en el momento de contraer matrimonio. No podemos ahora adentramos en el estudio exhaustivo de cuales sean estos derechos-deberes, pero basta el considerarlos con amplitud, lo que abarcaría el concepto del bien de los cónyuges, señalado en el canon 1055, como el “consorcio para toda la vida”.
Una observación final. No hay categorías de enfermedades o situaciones anómalas que quedan englobados en cada una de los apartados que nos muestra el canon 1095, sin que éste fue formulado en el actual código como un punto de llegada[28] que recogía la experiencia y la práctica del Tribunal de la Rota juntamente con la doctrina teológico-canónica que se refieren a la incapacidad consensual. Todas las enfermedades —cualesquiera que sean— quedan englobadas en los tres supuestos de este canon, sin quedar encajonados en uno u otro. Así, la esquizofrenia puede ser valorada jurídicamente tanto desde el punto de vista del uso de razón (Nº 1), como el discreción de juicio (Nº 2), como de la incapacidad de asumir las obligaciones esenciales del matrimonio (Nº 3), que son los tres fundamentales criterios legales asentados por el nuevo código, y dependerá en cada caso concreto el que procesalmente convenga utilizar en uno u otro criterio legal[29].
[1] Cfr. “Familiaris Consortio”. Juan Pablo II, 1981 nn.7 y 8.
[2] Mc 10,3.
[3] Dig. 35, 1, 15
[4] I discorsi del Papa ella Rota. Vaticano 1986. 28 enero 1982, pág. 154, nn 450 y 452.
[5] SRRD, 16-XII-75, coram Agostini, vol. 67, pp. 302.
[6] 0. Fumagalli. Intelletto volontà nel consenso matrimoniale in diritto canonico. Milano 1974.
[7] I discorsi del Papa. Discurso a la Rota Romana 1980 N º 413.
[8] Ibídem. Discurso del año 1981, Nº 433.
[9] Tomas de Aquino. Summa Theologica. II-IIae, q. 57, at 2 ad 1.
[10] Cfr. SRRD 30-VII-1932, vol 24.
[11] De Sancto Sacramento Matrimonii, L. 1, disp. 8, N 9 18.
[12] In IV Sententiarum, dist. 22, q.2, art. 2.
[13] Idem, dist. 26, q.1, art. 5 ad 1.
[14] Víctor Reina. Lecciones de Derecho matrimonial, Barcelona 1984, p 72.
[15] Discurso del Papa al Tribunal de la Rota. AAS 78, 1986, pp481, Nº 8
[16] Polaino Llorente, A., Comentarios de un psiquiatra al Discurso del Papa. Ius Canonicum No 54, 1987 p. 599. Dr..
[17] Inteletto e volonta. O. Fumagalli. Ibidem pag. 281.
[18] Cfr. M. F. Pompedda. II canone 1095 del nuevo codice de diritto canonico. lus Canonicum Nº 54, 1987, pp. 535-555.
[19] SRRD, 25-11-1941, vol 33, pp 144-168.
[20] Eloy Tejero. La discreción de juicio para consentir en el matrimonio. lus Canonicum. 1982, n. 44 p. 403. Resumimos en nuestro estudio su documentado trabajo sobre la capacidad cogitativa.
[21] SRRD. coram Felici. 3-XII-1957, vol 49, p. 788, n. 2.
[22] SRRD, 20-XII-72; vol. 64.
[23] SRRD, 23-11-1937, vol 29
[24] SRRD, 16-11-72, vol 64, pp 93, 99
[25] SRRD, 28-V1-72, vol 64, p. 472.
[26] Cfr. ibidem. Pompedda, págs. 546.
[27] Cfr. López Alarcón-Navarro Valls. Curso de Derecho Matrimonial canónico y concordado. Madrid 1984, págs. 308.
[28] Pompedda. Ibidem pag. 537.
[29] Víctor Reina. Ibídem pag. 73.
Dr. José Giner Puche
Vicario de Justicia de la Arquidiócesis de Guayaquil
1. NOTA PRELIMINAR
Antes de adentramos en la temática jurídica sobre el consentimiento en el derecho matrimonial canónico, quisiera hacer algunas aclaraciones sobre los juicios de nulidad matrimonial, así como comentar algunas opiniones superficiales sobre el sentido del matrimonio en la etapa actual de la sociedad.
La posición de la Iglesia es muy firme respecto a la indisolubilidad del matrimonio, ratificado por la sacramentalidad y reafirmado por la mutua fidelidad de los esposos. En la actual crisis de valores en la que se inserta la sociedad, es natural que la Iglesia sea especialmente celosa de su grey, y por tanto de la institución matrimonial. Para muchos, precisamente, debería adaptarse a estos tiempos tormentosos, “cambiando” sus esquemas o mostrándose más “comprensiva” ante las dificultades del ambiente. En concreto, debería “ceder” en la cuestión matrimonial buscando soluciones para aquellos matrimonios fallidos sin posibilidades de ulterior arreglo.
El Santo Padre analizó esta problemática en la “Exhortación sobre la familia”, con una profunda reflexión a la luz de la fe y de un nuevo humanismo que defiende los derechos del hombre y de la mujer[1]. Los signos inquietantes son “la particular facilidad del divorcio y del recurso a una nueva unión por parte de los mismos fieles; la aceptación del matrimonio puramente civil... el rechazo de las normas morales que guían y promueven el ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio”.
La Iglesia defiende la normativa del derecho natural y sobre todo el derecho divino, con el que Jesucristo instituyó el sacramento del matrimonio. Por encima de esta fidelidad no caben razones de conveniencia, de actualidad o de adaptación; no puede cambiar lo que Dios estableció: “no son ya dos, sino una sola carne y lo que Dios unió, el hombre no lo separe” (Mt 19,6 y Mc. 10,3). Para aquellos que piensan que el matrimonio es una institución pasada de moda, de corte relativo que va con el tiempo o con la ética del momento, cobra relevancia el designio divino y la fidelidad con que la Iglesia ha respondido siempre a los ataques contra esta institución.
En 1528 Enrique VIII de Inglaterra quiso anular su matrimonio con Catalina de Aragón. Escribió al Papa Clemente VIII, pensando que era una mera cuestión procesal, de rápida solución. El Santo Padre no encontró mérito para tal nulidad y aún conociendo que el Rey era capaz de separarse de la Iglesia Católica, fundando su Iglesia Anglicana autónoma, no cedió porque no podía reformar el válido consentimiento de Enrique y Catalina. Unilateralmente el Rey declaró el divorcio, que le llevó a la aventura de seis matrimonios más.
Algunos piensan que la Iglesia también puede divorciar, que puede disolver el vínculo matrimonial, cuando la realidad es que ni el mismo Papa tiene tal poder, ya que es mandato divino la indisolubilidad conyugal. “Lo que Dios unió, el hombre no lo separa”[2] dice el Evangelio. Una vez emitido el consentimiento válidamente y consumado el matrimonio, no hay potestad en el mundo que pueda remitirlo. Los Tribunales matrimoniales de la Iglesia, de larga tradición, únicamente pueden declarar que un matrimonio concreto era nulo. Tenía algún defecto o impedimento esencial, que desde el principio lo hizo nulo, aunque aparentemente funcionara como válido y existente. A posteriori, incluso años después, el fiel cristiano tiene derecho a pedir a estos tribunales que examinen la validez de su vínculo y que den una decisión. Esta pretensión no es un capricho arbitrario, ya que para entrar en tal juicio, se precisa que tenga un cierto fundamento —lo que se llama “fumum iuris”— que luego se examina prolijamente, de acuerdo a la técnica de un proceso matrimonial, regulado por el Código de Derecho Canónico. Tampoco tiene la finalidad de ir contra uno de los cónyuges, pues ambos quedan afectados por la declaración. Sencillamente se pronuncia sobre el valor del vínculo, determinando si estaban casados o no, ante la faz de la Iglesia. Son juicios muy rigurosos, técnicos, con tribunales especializados de tres sacerdotes.
2. EL CONSENTIMIENTO
Elemento esencial para que surja el vínculo matrimonial es el consentimiento. No es, por tanto, el sacerdote quien casa a los novios, o hace efectivo el Sacramento. Son ellos exclusivamente los que contraen el matrimonio válido, aunque el sacerdote sea testigo cualificado y oficie la ceremonia. Los novios emiten un acto de voluntad que se configura como un verdadero contrato, aunque de naturaleza especial, “sui géneris”, que entra en la dogmática general de los negocios jurídicos. Entre católicos, este contrato, por su misma esencia, es siempre un Sacramento y ambos aspectos —contrato y sacramento— no pueden separarse, cuando se ha emitido de acuerdo a ciertas formalidades eclesiales. En el mismo acto, adquiere eficacia el vínculo y el sacramento.
Si hablamos de contrato, daría la impresión de que estaría sujeto a las propiedades de los negocios jurídicos, que los hacen rescindibles por justa causa, o que pueden cambiar sus elementos por acuerdo de voluntad de las partes. Ya en el siglo XVI los reformadores Calvino y Lutero negaron el carácter sacramental del matrimonio religioso y concluyeron que era un negocio puramente civil, sujeto a la potestad del Estado. A esta concepción, se añadió posteriormente el influjo doctrinal laicizante de la Ilustración, que lo acogió como un dogma estatal presentado por la Constitución revolucionaria francesa y luego, acuñado en el Código napoleónico. Si el matrimonio es un contrato civil, la consecuencia inmediata es el divorcio, pues en cuanto cesa el acuerdo de las partes, el negocio se da por terminado.
La consideración contractual proviene de la canonística medieval, como expresión de un compromiso para siempre. No obstante, el derecho canónico es heredero del romano, aunque con matices distintos. Es clásico el aforismo “Matrimonium non concubitus, sed consensus facit”, de Ulpiano, ya formulado en la época clásica[3]. El matrimonio no es una unión física, sino que lo constituye el consentimiento. Consentimiento que se adhiere a un instituto natural. Efectivamente, el matrimonio es una exigencia de la naturaleza humana y es la Ley Natural, la que determina sus fines y propiedades, proyectadas por Dios para cumplir una determinada finalidad. Se configura, por tanto, como una institución, con elementos predeterminados que el hombre no puede cambiar y así su voluntad debe adherirse a aquellos.
El consentimiento es el elemento creador, la causa eficiente del vínculo matrimonial; es algo tan personal, íntimo e intransferible que no puede ser sustituido por nadie. “El matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir”. (c. 1057 §1). Este canon es fundamental, ya que cualquier defecto en el origen o en el desarrollo del acto volitivo supondría un fallo esencial que haría nulo el matrimonio.
El consentimiento abre paso también, a las demás consideraciones que provienen como un desarrollo congruente y necesario, por ej., la familia. El Santo Padre en una alocución a la Rota Romana decía en1982: “El consentimiento matrimonial es el acto de voluntad que significa y supone un don mútuo, que une a los esposos entre sí y al mismo tiempo los vincula a sus eventuales hijos, con los cuales constituye una sola familia, un solo hogar, una iglesia doméstica (LG 11)”[4].
Es, por tanto, el consentimiento un acto verdaderamente humano, consciente y libre, que debe estar dotado de toda la independencia, inherente a lo que quiere la persona, se compromete y desea hacer. De acuerdo a lo que dice el Papa, este acto de voluntad, más que un frío acto jurídico del que surgen obligaciones, es un verdadero compromiso, para constituir con toda su riqueza existencial, lo que señala el Nº 48 de la “Gaudium et Spes”: “la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre el consentimiento personal e irrevocable”.
El acto del consentimiento es complejo. No hay que colocarlo exclusivamente en la voluntad, pues supone un conocimiento previo de acuerdo al aforismo clásico: “nihil volitum nisi praecognitum” (nada es querido, sin ser previamente conocido), lo que determina diversos actos por lo que el intelecto emite juicios de valor referentes al objeto del contrato, que en nuestro caso se especifica en el bien del matrimonio. Es obvio, que el consentimiento matrimonial ha de proceder de una voluntad libre y deliberada. Ha de tener todas las cualidades internas y externas, jurídicas y también psicológicas que se requieren para que tal acto sea válido. Lo que cuenta es la libertad de la decisión a instancias de una razón que capta bien, sin demasiadas minucias, lo que quiere y desea acoger como compromiso.
Pero aquí entran en juego fuerzas subconscientes, emocionales, impulsivas; pasiones, deficiencias hereditarias, verdaderas enfermedades, y entonces entramos en el campo de la psiquiatría, que no por novedoso es dejado de lado por la ciencia canónica. El Tribunal de la Rota Romana —cuyas líneas directrices son fundamentales para los jueces en los procesos matrimoniales— desde hace algunos decenios acogió estas modernas tendencias psicológicas, sin violentar las concepciones clásicas sobre el acto humano que han sido estudiadas y formuladas por hombres eminentes, como un Tomás Sánchez, o santo Tomás de Aquino. En último término son conceptos basados en la naturaleza humana, que tienen carácter de permanencia. No olvidemos el derecho natural respecto al consentimiento, a los contrayentes y al objeto del matrimonio no han variado. No se puede decir que se exigió más en unos siglos que en otros. Un psicologismo desbocado nos llevaría a creer que de acuerdos a estos avances de la ciencia, el proceso de la voluntad está más inficionado de anomalías mentales, llamemos las “actuales”, que lo hacen nulo. El matrimonio es una institución universal propia de todos los hombres, pasados y presentes, de todas las razas y pueblos. No ha cambiado el derecho natural, ni la jurisprudencia exige hoy día más discreción de juicio o una mayor madurez psicológica. Lo que ocurre es que las anomalías, impedimentos y enfermedades psíquicas están mejor estudiadas y el juez cuenta con criterios más exactos para evaluar y verificar un verdadero consentimiento.
Dice una sentencia de la Rota: “Hay que tener en cuenta sobre todo, los puntos esenciales para que se dé un contrato válido. Si éstos faltan, tal corno se exigen para conformar la simple existencia del pacto nupcial, entonces se contrae inválidamente; pero si faltan los que miran a una mayor perfección, del pacto, se contrae válidamente”[5].
En la práctica forense canónica, por tanto, los informes de los peritos (médicos, psicólogos) son meramente indicativos. No son ellos los que resuelven si existió o no la suficiente capacidad en un sujeto, sino que su informe es la base para demostrar, de acuerdo a las exigencias del derecho canónico, la validez o invalidez de aquel consentimiento. Al juez le corresponde apreciar el mérito probatorio que en cada paso puede y debe concederse al dictamen pericial. Necesita para decidir, alcanzar una certeza moral que es algo muy personal, privativo e inderogable, aunque se base en razones del todo objetivas.
Ha dicho certeramente O. Fumagalli: “ha de tenerse en cuenta que el sistema canonístico atribuye a la voluntad la fuerza de producir efectos jurídicos, pero esto proviene de una atribución realizada por el ordenamiento jurídico, con la consecuencia de limitar los hechos psicológicos relevantes, a los indicados por la ley expresa o implícitamente”[6]. La ley positiva canónica, que acoge los principios del derecho natural, es la que más perfectamente determina en cada caso lo que es válido o es inválido, al margen de procesos racionales subjetivistas o supuestamente científica que carecerían de validez objetiva.
3. GRAVE DEFECTO DE DISCRECION DE JUICIO
El canon 1095 del actual código acoge por vez primera —por tanto en la legislación— este concepto que es antiquísimo y que con las mismas palabras tiene una historia moral y canónica de singular relevancia. Ya santo Tomás en el siglo XIII utilizó la discreción de juicio para medir el valor necesario que es preciso dar a un consentimiento verdadero. Hay una necesaria continuidad en el ordenamiento canónico, pero es indudable que la doctrina se ha enriquecido con los aportes de las nuevas ciencias psiquiátricas, sobre todo una vez asentadas ciertas premisas, dejando atrás el período de prueba o de especulación. El Papa Juan Pablo II decía en 1980[7] que este progreso había influido en los tribunales
con nuevos presupuestos y aportaciones, que no obstante no siempre fueron correctas. En algunos países fue tal el abuso que siguió a estas aplicaciones psiquiátricas, con miles de matrimonios anulados, que llevó a la santa Sede a advertir directamente un mayor respeto “con la aplicación fiel de las normas,
sustanciales o procesales ya codificadas, sin recurrir a presuntas o probables innovaciones, a interpretaciones que no tienen una objetiva adecuación en la norma canónica. “Para declarar terminantemente” que son temerarias estas innovaciones si no tienen respaldo en la jurisprudencia o en los tribunales de la Santa Sede”[8].
Hay que insistir de nuevo, que nos movemos en el campo del derecho natural con preceptos formulados para toda una naturaleza humana. Esta ciertamente no cambia, pero se da un progreso y profundización en muchas actuaciones históricas que manteniendo la esencia inmutable, se adaptan a los individuos y a las circunstancias. Llama la atención leer las audaces opiniones de santo Tomás en este aspecto[9].
Al plantearnos el valor del consentimiento, surge de inmediato la idea de capacidad para entender y para querer un determinado negocio consensual, al que se obliga y que se dirige a su cumplimiento. Un consentimiento normal postula y presupone aquellas condiciones psicológicas que lo convierten en un acto humano y, por tanto, voluntario y responsable.
El canon 1095 acoge un conjunto de presupuestos que eran normales en la doctrina canónica y que se aplicaban continuamente en la práctica jurisprudencial, tras muchos siglos de elaboración práctica y doctrinal. Así se reconocía la nulidad del matrimonio para aquellos que en el momento de celebrarlo no gozarán del suficiente uso de razón como los niños o por enfermedad mental; también para los que tuviesen un grave defecto en la madurez o discreción de juicio o, en suma, para los incapaces de asumir los graves derechos-deberes propios del matrimonio, aunque gozaran de capacidad consensual. Pues bien estas formulaciones han pasado al derecho positivo.
El canon está formulado de un modo negativo: “Son incapaces de contraer matrimonio: 1) quienes carecen de suficiente uso de razón” (1095 §1). Es este un punto principal que se refiere a la capacidad general de obrar; presupuesto básico para actuar jurídicamente. La edad marca un límite “ad infra”; normalmente se fija una mayoría de edad alrededor de los 18 años en nuestro código, o de 21 en el napoleónico, como supuesto, para la plena capacidad de obrar. Ahora bien, la Iglesia fija para el matrimonio una edad inferior: 14 años para la mujer y 16 para el varón, mientras no exista alguna alteración psíquica. Se trata de que el púber sepa a qué se obliga al contraer matrimonio en general, pero no exige el código un perfecto uso de razón, sino simplemente el suficiente uso de razón, para que lo actuado sea válido. Aquí entran las discusiones doctrinales para señalar exactamente el “quantum” de raciocinio, de voluntad libre, de capacidad para contraer. ¿Qué quiere decir, por tanto y en qué medida hay que considerar, el suficiente uso de razón?
Decenas de decisiones de la Rota Romana tratan el tema, afinan, hilan con todo cuidado, pero la contestación es similar. Se requiere un grado de razón y de voluntariedad que sea proporcionado a la gravedad del matrimonio. Por lo que se refiere al mínimo de edad, el Código crea un impedimento con el c. 1083 y así queda zanjada esta cuestión. Pero ¿qué hacer cuando cónyuges que han sobrepasado esa edad, evidencian que no tienen un suficiente uso de razón? En este caso, es preciso acudir al supuesto de las anomalías psíquicas que de hecho convierten a esa persona en un infante, al menos, en el momento de contraer.
Puede ser una enfermedad mental habitual o bien transitoria, como el estado de embriaguez, drogas, hipnosis provocada. También el estado mental deficiente —el retardado mental— entra en esta consideración.
El problema reside en señalar la “medida” de la enfermedad mental. Efectivamente no toda y cualquier enfermedad invalida un suficiente consentimiento para comprometerse en el matrimonio.
a) La discreción de Juicio
Estudiado el supuesto general de la capacidad para obrar, hay que entrar en otro capítulo que engarza, no ya la edad, sino la suficiente discreción de juicio con respecto a los deberes y derechos esenciales del matrimonio, tal como lo señala el Nº 2 del c. 1095. Es este un concepto no fácil de delimitar y que incluso entraría en polémica con la edad, si no fuera por el impedimento ya señalado de los 14 y 16 años, en los que se supone que existe una suficiente discreción de juicio para contraer. No obstante, queda claro que uso de razón y discreción de juicio tienen un alcance distinto, pues en orden al matrimonio se requiere un grado de madurez de juicio superior al mero uso de razón y también mayor que el requerido para muchos negocios de la vida común.
La jurisprudencia antigua ha señalado que el matrimonio requiere una “mentis discretio” por la que los contrayentes pueden percibir a que se comprometen, con libertad y en virtud de la elección personal realizada con libre arbitrio[10].
Con estas características se delimita en que consiste la madurez de juicio, pero hay que preguntar qué grado de madurez es necesario para que el consentimiento sea válido. Un famoso juez de la Rota Romana nos lo dice: “la única medida de un suficiente consentimiento es una discreción de juicio proporcionada al Matrimonio” (Sabattini).
También aquí entra la edad, para señalar un límite negativo, debajo del cual hay que presumir que no se goza de aquella capacidad. Esta cuestión dependía de las opiniones de los autores, que querían determinar el “quantum” o la gradación de la discreción de juicio. Antes del Código de 1917 que consideró una edad mínima como impedimento, la discusión quedó abierta fundamentalmente entre dos posiciones: la del jesuita Tomás Sánchez y Santo Tomás de Aquino.
El primero mantuvo el criterio de que para contraer matrimonio era suficiente la madurez mental necesaria para cometer un pecado mortal. Esa era la medida que colocaba, por tanto, la madurez mental en los siete años, pues la Iglesia supone que es la edad en la que se inicia la responsabilidad moral. Dice: “Se ha de entender (que es incapaz) el mentecato que está destituido enteramente del uso de razón; lo contrario sería si no carece en absoluto de entendimiento, al que llamamos “tonto” vulgarmente.... porque éste puede contraer esponsales y matrimonio, ya que tiene la suficiente discreción de juicio para pecar mortalmente”[11]. En algunas sentencias rotales, por ej. del 11-XII-1967, todavía se aprecia esta consideración.
Viene luego la doctrina de santo Tomás. Desde el siglo XIII, este autor consideró que dada la gravedad del pacto matrimonial, la capacidad de discernimiento debía ser mucho mayor que la requerida para los normales contratos civiles, y desde luego superior a la edad de siete años. Esta opinión es la que prevaleció en la doctrina canónica que sirvió para señalar el “quantum” necesario en la discreción de juicio:
“Por tanto, antes del primer septenio ningún hombre es capaz para ningún contrato. Pero al final del segundo septenio (14 años) ya se pueden obligar a lo que es propio de las personas, a saber la entrada en religión o el matrimonio”[12].
En aquella época no se tenían medidas psicotécnicas, ni como es obvio, estudios de una ciencia tan reciente como es la, psicología y la psiquiatría, y el santo argumenta que efectivamente para cometer un pecado mortal es suficiente la edad de siete años, porque se trata de un consentimiento de presente, aquí y ahora ante un acto que es pecaminoso. Más para el matrimonio, al tratarse de un acto de futuro (con todas las repercusiones posteriores) se requieren una mayor discreción de juicio, y antes puede el hombre pecar mortalmente que obligarse a un acto futuro[13]. De este modo, sin delimitar en concreto el “quantum”, pues la edad de 14 años es solamente indicativa, no obstante creó una corriente
de opinión que prevaleció en definitiva porque el matrimonio requería una discreción de juicio superior a la exigida en la mayoría de los contratos. Naturalmente en aquella época, las opiniones civiles y canónicas, sin confundirse, se implicaban mutuamente. Hoy —a pesar de la diferencia de ordenamientos— las medidas sobre la capacidad de obrar son similares.
La edad de los 14 años, alrededor de la cual oscilaba esta capacidad, fluctuó durante un tiempo, según las opiniones y la práctica jurídica matrimonial. El mismo santo Tomás contribuyó a crear estas inquietudes pues escribió “aquello a lo que la naturaleza inclina, no exige tanta fuerza de la razón para deliberar como en otros negocios”. Siendo el matrimonio un instituto natural, entraba de lleno en esta opinión que disentía de lo anteriormente enunciado.
El Código de 1917 zanjó la cuestión, por lo que se refiere a la discreción de juicio en cuanto a la edad. Señaló en el canon 1067 (del antiguo código) la regla de los 14 años para la mujer y los 16 para el varón, como medidas mínimas para contraer válidamente.
A partir del Código la jurisprudencia de la Rota y connotados tratadistas dirigen sus esfuerzos en profundizar en la formación del acto humano del consentimiento, por el que los cónyuges deliberan, aceptan y se deciden libremente por el matrimonio. Es ahora, también en el despertar de las ciencias psiquiátricas, cuando se tienen en cuenta aquellos estudios que incidirán en la génesis del acto humano. Se entra, de hecho, en un nuevo capítulo que es considerar de frente las enfermedades mentales y las anomalías psicosexuales.
Desde el siglo XVI, la doctrina matrimonial canónica trabajaba con dos simplicísimos conceptos. Por una parte la amencia, considerada como la ausencia total de razón, lo que llevaba consigo una falta absoluta de consentimiento; sólo tomaba en cuenta las locuras extremas. Por otra, la demencia, cuando implicaba alguna anomalía de la personalidad, siendo por tanto de carácter más leve. A partir de esta última división, la jurisprudencia elaboró el concepto de “insania in re uxoria” (locura referida al matrimonio), que englobaba capítulos perfectamente delimitados actualmente como las ninfomanías, homosexualidad, hiperestesias, etc. Actualmente basta coger un buen tratado especializado en cuestiones matrimoniales, donde se analizan todas las enfermedades y anomalías que pueden incidir en el consentimiento matrimonial.
Esta distinción amencia-demencia y las intermedias han dejado de tener relevancia, incluso en el plano semántico. El canon 1095 del actual código engloba todos los supuestos que puedan darse como enfermedades mentales o anomalías de cualquier especie.
Sin embargo no se piense que diagnosticada la enfermedad, ya todo está resuelto. Hay que tener en cuenta que sólo se valoran las que inciden en el consentimiento y además con los criterios jurídicos propios. Oigamos a Víctor Reina: “No son las perturbaciones psíquicas en cuanto tales, las que hacen nulo el matrimonio sino su incidencia en el consentimiento conforme a ciertos criterios jurídicos de valoración. Dicho de otra manera, las perturbaciones psíquicas o enfermedades mentales en cuestión son los supuestos de hecho que tratan ,de ser aprehendidas por las distintas categorías jurídicas, y sólo a través de estas últimas se puede llegar a la verificación, sustantiva o procesal, de una determinada causa o capítulo de nulidad”[14].
No se trata de poner trabas al recto juicio de un proceso, sino de valorar debidamente las prueba en algo tan importante como es el vínculo matrimonial. El santo Padre en su discurso a la Rota[15] dice “Es importante que (el juez) en esta valoración no se deje engañar ni por juicios superficiales ni por expresiones aparentemente neutrales, pero que en realidad contienen premisas antropológicas inaceptables”.
Un conocido psiquiatra, catedrático de la Universidad de Madrid, Polaino-Llorente, al comentar este discurso, se detenía en concreto con la llamada “inmadurez psicológica” como causa de nulidad y que el santo Padre se quejaba de que fuera el pretexto de los fracasos matrimoniales. Escribe aquel autor: “Se diría que cualquier dificultad conyugal se refracta y expresa como inmadurez psíquica. Los conflictos conyugales amenazan y hacen fracasar el matrimonio. Es así que el fracaso matrimonial se identifica con la inmadurez psíquica y acontece después de la decisión de contraer matrimonio, luego esta inmadurez permite dudar de la libertad y de las disposiciones cognitivas y volitivas de los cónyuges. De donde surge la pretendida inmadurez canónica, y en consecuencia, la nulidad del matrimonio. Muy difícilmente encontraremos a alguien que se autodefina como psíquicamente maduro y además para siempre. De exigirse a todos la madurez psicológica que aquí se pregona —aunque nadie la define— antes del matrimonio, ciertamente nadie podría ni debería casarse”[16].
Era importante esta cita, porque precisamente bajo el capítulo de discreción de juicio, se emplea muchas veces “la inmadurez mental”, “la suficiente madurez por parte de los contrayentes”, pero que —como se ve— necesitan de muchas precisiones y por supuesto, del aporte obligatorio de los peritajes que formulan los médicos psiquiatras.
Está en consideración en la temática actual, con respecto al consentimiento, el llamado criterio dinámico, que estudia el modo de como se produce aquel, y que entra de lleno en la discreción de juicio. Se trata de estudiar los componentes del acto humano para cerciorarse de si se produjo o no un lapsus en el proceso de elaboración del consentimiento; si ha habido lagunas notables; si el camino de la deliberación ha sido desviado por anomalías mentales o defectos de la voluntad, juntamente con la acción de los substratos espirituales que conforman una decisión de esta índole, prescindiendo de que conozcamos o no el contenido psicológico de la discreción de juicio[17].
Queda claro, por tanto, que la discreción de juicio hace referencia a un cierto discernimiento, pero no supone una plena madurez, ni tampoco se exige en los contrayentes un conocimiento perfecto y completo de lo que implica el matrimonio, casi como un estudio científico, ni que tampoco sea necesaria una libertad en sumo grado, ni un perfecto equilibrio volitivo-afectivo; ni siquiera una perfecta conciencia de las motivaciones para la elección matrimonial[18].
Siguiendo este proceso dinámico en nuestro estudio, necesitamos recorrer la integridad de ese camino psíquico que permita evaluar el acto que se quiere realizar y la correspondiente autonomía para decidirse a ello, de forma que se considere como propio del sujeto que lo actualiza.
Para aclarar mejor esta capacidad, esta discreción de juicio veamos un elemento que la conforma y que se llama, la estimativa.
b) La capacidad estimativa.
El año 1941,e1 Juez Rotal Wynen dió una sentencia que llegaría a hacerse famosa, por la novedad de sus soluciones[19]. Ya hemos dicho que la Jurisprudencia eclesial va recogiendo la doctrina de los anteriores y gradualmente llegan a soluciones novedosas. No se puede decir que sean revolucionarias, ni tampoco esto hace falta, pero se incorporan elementos de juicio nuevos, precisamente porque las ciencias psiquiátricas estudian situaciones mentales y profundizan en su investigación asegurando así la verdad de estos nuevos conocimientos.
Wynen estudió con gran detenimiento y notable erudición la capacidad estimativa referente al matrimonio. Para todo estudioso de la psicología escolástica este concepto no es nuevo en absoluto; pero tiene el mérito de apreciarlo como un selector de valores. El matrimonio, como acto humano, se da en el contexto de un orden social, ético y jurídico; y así aquel que es incapaz de captar estos valores sociales, éticos y jurídicos sería también incapaz de contraer. En esta sentencia se lee: “Para que haya un acto humano no se requiere solo un movimiento intrínseco con conocimiento formal del fin, a saber con la advertencia de la inteligencia y libertad de la voluntad, sino que alcanza a un tercer elemento, el de la estimación”. Estos psiquiatras consideran que la estimación es la ponderación, un juicio de valor proporcionado a la gravedad del acto que impulsa a determinarse. Si falta ese elemento —dicen— el acto humano no existe.
En esta causa dieron la opinión siete psiquiatras que determinaron que el sujeto estudiado “tenía una inmoralidad constitucional, aunque en la esfera intelectiva y volitiva aparecía como normal. Más bien —sin ninguna otra enfermedad mental grave— padecía de una indiferencia ética para valorar debidamente el matrimonio y sus consecuencias.
Wynen examina atentamente el problema y deduce lo siguiente: “en el conocimiento hay dos aspectos. Uno es conceptual que indica lo que una cosa es (quid sit); cual es el objeto sobre el que versa el conocimiento; y otro que es la estimativa, o ponderación sobre la importancia o el valor de algo (quid valeat). Generalmente el hombre alcanza ambos aspectos en un sólo acto de conocimiento” (p. 149).
La estimativa es una función del intelecto cuya misión es percibir el valor de un objeto, que en nuestro caso es el matrimonio. Un buen ejemplo nos lo aclarará. Un niño normal adquiere los conceptos de las cosas a edad temprana; así a los siete años sabe lo que es un pajar y lo que es un incendio; pero al prender fuego no tiene un conocimiento estimativo, valorativo de la criminalidad de aquel acto. Por tanto, la capacidad estimativa, según la jurisprudencia rotal se sitúa en la captación de valores que hacen digno de estima o no a un objeto, por ejemplo el matrimonio, que percibiéndolo son suficiente madurez mental, es por lo mismo querido o no.
Para aclarar mejor esta descripción, la estimativa no requiere un conocimiento teórico-científico, en alto grado del valor de las nupcias. Es suficiente la valoración en concreto del negocio que se propone realizar —el connubio— y este juicio o estimación, hecho por parte del entendimiento es propuesto a la voluntad que será movida por aquel, de acuerdo al aforismo clásico: nada es querido si previamente no ha sido conocido. Ambos aspectos, no se piense que se diferencian en un antes y un después o como dos entes distintos, sino que numéricamente se captan en un solo acto de aprehensión[20].
El hombre perfecciona o alcanza la capacidad estimativa a partir de la pubertad; en referencia al valor matrimonio, por ser algo connatural, se presume siempre en el adulto, aunque como ya hemos dicho no se precisa de un conocimiento técnico o científico. Si el adulto padece de alguna anomalía, puede faltar esta valoración, y por tanto haría inválido su consentimiento.
Como estamos hablando de actos del conocimiento podría crearse que la estimativa trabaja en la esfera de la especulación intelectual. No es así, al menos del todo. Dentro de la valoración, cabe una perfecta percepción de la relación sexual necesaria para el matrimonio tal como lo indica el c. 1096 §2 y las consecuencias de esa intimidad que conforma el bien de los hijos.
Insistiendo más en esta cuestión práctica, el conocimiento universal que capta la mente del concepto matrimonio, tiene que llegar a un acto particular y valorar este concreto matrimonio, que es el que va a contraer aquel sujeto. Papel de la capacidad cogitativa es el de concluir una decisión práctica, que ha sido debidamente sospesada, extrayendo la conclusión de aquellos juicios de valor.
Muchas sentencias posteriores han insistido en esta doctrina señalando que “es preciso estimar la naturaleza del matrimonio”, pero no se ha aclarado el grado o el “quantum” de estimativa necesario para valorar debidamente el matrimonio, ni para que el consentimiento sea válido.
c) La capacidad crítica: libertad de elección.
Aclarado someramente el papel de la estimativa para percibir el valor del matrimonio, hay que dar un paso más que nos adentra en la esfera de la capacidad crítica. Esta, juzga, raciocina, compara juicios de valor para deducir uno nuevo; y en esa fase de deliberación excitar a la voluntad para que consienta en aquel determinado matrimonio. En este proceso es un elemento más a tomar en cuenta que conduce a través de la libertad interna, a la verdadera y propia elección.
En algunas sentencias rotales se menciona el “potere critico” o “conoscenza critica”, tal como la han elaborado los psiquiatras, que se correspondería a la discreción de juicio. El contenido de esta capacidad crítica abarcaría estos tres aspectos[21]:
+ facultad de reflexión sobre sí mismo.
+ capacidad para juzgar y raciocinar.
+ relación entre la capacidad crítica y la deliberación en que consiste la libertad psicológica.
Sobre el primer aspecto poco hay que decir. Es la capacidad del adolescente que se abre al mundo del propio yo.
Nos interesa más la capacidad de juzgar y raciocinar, partiendo de los valores de la estimativa, para adelantar un juicio libre. A la hora de juzgar, aunque parezca repetir, no se requiere un conocimiento teórico del matrimonio; se pide una madurez de juicio o discreción mental suficiente, bastando para ello una noción vaga “in confusso”, tal como lo pide el c. 1096: “Para que pueda haber consentimiento matrimonial es necesario que los contrayentes no ignoren menos que el matrimonio es un consorcio permanente entre un varón y una mujer ordenado a la procreación de la prole mediante una cierta cooperación sexual”. Así, es factible realizar el juicio práctico y real que versa sobre los peculiares deberes del matrimonio y que lleva consigo ya en la elección, la suficiente libertad interior.
Si queremos detallar más, es posible hacerlo “Tal facultad crítica exige una armónica ordenación e impulsión de estas facultades, a saber el entendimiento y la voluntad por las que surge la determinación consciente y libre para aceptar un determinado objeto, con la posibilidad de decidirse por otro; cuando esta ordenación armónica, incidencia, acuerdo o unidad se perturba gravemente no puede actuar la facultad crítica”[22].
Llegamos al último aspecto, el de la deliberación que decide con libertad interior, que es un acto conjunto de la voluntad y del entendimiento.
Conviene, por ello precisar más. No se puede ignorar la complejidad del psiquismo humano y la propensión escolástica de que la inteligencia y la voluntad, como facultades distintas, operan de un modo inseparable debido a la unidad del sujeto y de la persona, que pondera, que decide y que elige. Como facultades espirituales no pueden ser afectadas por ninguna enfermedad, pero sí en cuanto a su funcionamiento por la perturbación de los órganos materiales (cerebro, nervios) o sobre la personalidad total (incluidos los afectos, más sensibles) del sujeto. La doctrina clásica llegó a la conclusión de que permaneciendo íntegro el intelecto no había anomalías que pudiesen afectar individualmente a la voluntad. Se partía del supuesto de que la voluntad necesariamente quería o no, de acuerdo a lo que le presentaba al intelecto. En consecuencia, únicamente quedaba afectada la voluntad, si el intelecto padecía alguna enfermedad. Así terminaba una sentencia rotal: “No existen enfermedades en las que la voluntad y sólo ella es la afectada directamente, de tal manera que pueda anularse el libre albedrío”[23].
Posteriormente, no obstante, la jurisprudencia rotal acogió la investigación seria y científica de la psiquiatría, que señalaba capítulos concretos de enfermedades mentales, que se referían sólo a la voluntad. Es una larguísima y connotada sentencia de De Jorio[24] señalaba que en ciertas enfermedades por amencia o por demencia “iudices ecclesiastici considerationen intenderunt magis in voluntatis actum quam in vim intellectus” (los jueces eclesiásticos tomaron en consideración más el acto de voluntad que la fuerza del intelecto).
En otra sentencia, Pompedda[25] señala el caso de una persona de gran capacidad intelectual, pero afectada por la idea obsesiva del temor a la soledad. Su patología de origen neurótico-obsesivo dominó su entera personalidad, desposeyéndolo de la libertad de autodeterminación y de elegir el matrimonio, que fue declarado nulo.
En la práctica importa mucha esta decisión porque entramos en un campo, el de la afectividad, con impulsiones y motivaciones más sensibles que pueden dar una tonalidad muy marcada al obrar humano. Existen emociones muy profundas que pueden condicionar la voluntad humana, haciendo la elección más o menos difícil influyendo en la esfera de la libertad. No obstante, esto no significa que pueda destruir siempre la realidad del acto libre[26].
No es tampoco raro encontrar actualmente una sobrevaloración de las motivaciones en cuanto a la elección del matrimonio. Así por ej. una muchacha que contrajo matrimonio movida por esta razón, pretendía que su consentimiento fue inválido por la fuerza de este condicionamiento, ajeno a su voluntad. Pero no siempre esta pretensión puede ser acogida por un tribunal. La mera motivación dirige la actividad humana, pero no constriñe la libertad. Es un factor más, que junto con otros convence a la voluntad para obrar, para aceptar aquel objeto o deshacerlo. La voluntad, aún en contra de aquel impulso, puede denegarlo y afianzarse en una decisión contraria. Aunque psicológicamente parece que aquella decisión está totalmente determinada por el embarazo, la exigencia del derecho no la considera como tal. Efectivamente, una muchacha sana tiene una discreción de juicio normal y valora debidamente la situación. Debe afrontar las consecuencias de ese embarazo, pero intuye que necesariamente no es la solución aceptar un matrimonio. Dirá que sin el embarazo nunca se hubiera casado, pero confunde la ocasión con una causa necesaria. Y olvida que libremente —aunque condicionada, como lo estamos en este mundo por una serie de circunstancias— puede elegir o no, su matrimonio. Otra cosa es, que por un embarazo, una chica sufra tal presión por parte de padres o parientes, de forma que su consentimiento queda invalidado por miedo grave.
Dejando aparte este ejemplo concreto que surge constantemente como causal en los tribunales de matrimonios, hay que tener en cuenta otras circunstancias, que son las anomalías causadas por enfermedades mentales o influjos afectivos de gravedad. Entre estos pueden considerarse las pasiones, la concupiscencia que afecta al entendimiento cegándolo e impidiendo una debida deliberación o sometiendo la voluntad, obstruyendo así la ejecución de un mandato libre. También la perturbación en la memoria, en la fantasía que impida examinar imparcialmente los motivos contrapuestos que inhiben los medios de control de la inteligencia e influyen en la libre decisión.
En el caso de la llamada inmadurez efectiva, no hay que acoger la opinión vulgar de “persona inmadura”, sino que son aquellas afecciones psíquicas que efectivamente afectan la discreción de juicio: el infantilismo, la carencia del sentido de la realidad, la falta de capacidad de entrega, así como aquellas manifestaciones patológicas, como la exagerada fijación de la imagen paterna o materna, la necesidad de una excesiva protección, egoísmo patológico así como la incapacidad para profundizar en la relación interpersonal, etc.[27] De hecho, muchos caracteres anormales, sobretodo en el campo de las psicopatías, los casos de psicosis y también neurosis agudas y las psicastenias que inciden en la inteligencia o en la voluntad, imposibilitan una libre determinación. La actuación de la capacidad crítica que exige la discreción de juicio, opera en el entendimiento práctico y se resuelve en la deliberación, tras el juicio de valor —proporcionado por la estimativa— y posibilita la realización de un acto libre.
El principio es claro: la discreción de juicio es la única medida de un suficiente consentimiento, pero en la realidad —como queda expuesto— sea tan difícil su evaluación, aunque se haga caso por caso, prolija y detenidamente. En el aspecto práctico, la falta de discreción de juicio actúa dentro de las patologías mentales. Patología, cuyo valor se mide no por la ciencia psiquiátrica, sino en el plano jurídico-canónico.
El canon 1095 §2 exige también que el defecto de discreción de juicio sea grave. Este adjetivo no se refiere a la enfermedad, que es muy relativa en la amplia gama de las patologías, sino grave en cuanto que afecta a la incapacidad de contraer por defecto de discreción de juicio acerca de los derechos-deberes esenciales del matrimonio.
Puede darse una enfermedad grave en un sujeto que parece esquizofrenia o neurosis, que no obstante puede gozar de una suficiente madurez de juicio proporcionada a su edad. En todo caso, la grave falta de discreción de juicio es un término jurídico que media entre la exigencia de una seria deliberación, sin
pretender tampoco una perfección propia de individuos con una capacidad perfecta.
El contenido de esa gravedad sobre la madurez de juicio, son los derechos-deberes esenciales del matrimonio. Tampoco aquí se exige un conocimiento científico o superior de los mismos, sino la disposición psíquica suficiente para valorarlos y aceptarlos en el momento de contraer matrimonio. No podemos ahora adentramos en el estudio exhaustivo de cuales sean estos derechos-deberes, pero basta el considerarlos con amplitud, lo que abarcaría el concepto del bien de los cónyuges, señalado en el canon 1055, como el “consorcio para toda la vida”.
Una observación final. No hay categorías de enfermedades o situaciones anómalas que quedan englobados en cada una de los apartados que nos muestra el canon 1095, sin que éste fue formulado en el actual código como un punto de llegada[28] que recogía la experiencia y la práctica del Tribunal de la Rota juntamente con la doctrina teológico-canónica que se refieren a la incapacidad consensual. Todas las enfermedades —cualesquiera que sean— quedan englobadas en los tres supuestos de este canon, sin quedar encajonados en uno u otro. Así, la esquizofrenia puede ser valorada jurídicamente tanto desde el punto de vista del uso de razón (Nº 1), como el discreción de juicio (Nº 2), como de la incapacidad de asumir las obligaciones esenciales del matrimonio (Nº 3), que son los tres fundamentales criterios legales asentados por el nuevo código, y dependerá en cada caso concreto el que procesalmente convenga utilizar en uno u otro criterio legal[29].
[1] Cfr. “Familiaris Consortio”. Juan Pablo II, 1981 nn.7 y 8.
[2] Mc 10,3.
[3] Dig. 35, 1, 15
[4] I discorsi del Papa ella Rota. Vaticano 1986. 28 enero 1982, pág. 154, nn 450 y 452.
[5] SRRD, 16-XII-75, coram Agostini, vol. 67, pp. 302.
[6] 0. Fumagalli. Intelletto volontà nel consenso matrimoniale in diritto canonico. Milano 1974.
[7] I discorsi del Papa. Discurso a la Rota Romana 1980 N º 413.
[8] Ibídem. Discurso del año 1981, Nº 433.
[9] Tomas de Aquino. Summa Theologica. II-IIae, q. 57, at 2 ad 1.
[10] Cfr. SRRD 30-VII-1932, vol 24.
[11] De Sancto Sacramento Matrimonii, L. 1, disp. 8, N 9 18.
[12] In IV Sententiarum, dist. 22, q.2, art. 2.
[13] Idem, dist. 26, q.1, art. 5 ad 1.
[14] Víctor Reina. Lecciones de Derecho matrimonial, Barcelona 1984, p 72.
[15] Discurso del Papa al Tribunal de la Rota. AAS 78, 1986, pp481, Nº 8
[16] Polaino Llorente, A., Comentarios de un psiquiatra al Discurso del Papa. Ius Canonicum No 54, 1987 p. 599. Dr..
[17] Inteletto e volonta. O. Fumagalli. Ibidem pag. 281.
[18] Cfr. M. F. Pompedda. II canone 1095 del nuevo codice de diritto canonico. lus Canonicum Nº 54, 1987, pp. 535-555.
[19] SRRD, 25-11-1941, vol 33, pp 144-168.
[20] Eloy Tejero. La discreción de juicio para consentir en el matrimonio. lus Canonicum. 1982, n. 44 p. 403. Resumimos en nuestro estudio su documentado trabajo sobre la capacidad cogitativa.
[21] SRRD. coram Felici. 3-XII-1957, vol 49, p. 788, n. 2.
[22] SRRD, 20-XII-72; vol. 64.
[23] SRRD, 23-11-1937, vol 29
[24] SRRD, 16-11-72, vol 64, pp 93, 99
[25] SRRD, 28-V1-72, vol 64, p. 472.
[26] Cfr. ibidem. Pompedda, págs. 546.
[27] Cfr. López Alarcón-Navarro Valls. Curso de Derecho Matrimonial canónico y concordado. Madrid 1984, págs. 308.
[28] Pompedda. Ibidem pag. 537.
[29] Víctor Reina. Ibídem pag. 73.
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