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viernes, 17 de octubre de 2008
Historia del Derecho Canónico
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1.- Historia del derecho canónico.
jueves, 5 de junio de 2008
Modo de proceder en el sacramento de la confesión ante las penas no declaradas.
Modo de proceder en el sacramento de la confesión ante las penas no declaradas.
El derecho penal canónico es tal vez muy poco conocido. Lleva consigo el estigma de ser “la aberración del cristianismo”. En realidad, es lo más pastoral de todo el derecho canónico. Sin embargo, no es éste el espacio para una reflexión de esta naturaleza.
En el derecho penal canónico, hay unas penas que impiden el libre ejercicio de la vida cristiana. La razón es que hay algunos pecados que son particularmente escandalosos y dañinos. La Iglesia estima que la comisión de estos delitos pone en peligro la comunión de esos fieles con el resto de la comunidad cristiana. Esas penas están establecidas en los cánones 1331 y 1332. Se trata de la excomunión y el entredicho. De esta segunda, hay pocos o ningún caso que podría encontrar un confesor, pero sí el de excomunión.
Incurre en la pena de excomunión quien comete los siguientes delitos:
1) Apostasía, herejía y cisma. (c. 1364)
2) Violación de las especies sacramentales o la retención con fines sacrílegos (c. 1367)
3) Violencia física contra el Romano Pontífice (c. 1370)
4) El sacerdote que atenta absolver al cómplice de pecado contra el sexto mandamiento (c.1378 §1)
5) La consagración de un obispo sin mandato apostólico (c 1382)
6) Violación directa del sigilo sacramental (c. 1388)
7) El aborto (c. 1398)
Incurren en entredicho quienes cometen los siguientes delitos:
1) Violencia física contra un obispo (c. 1370)
2) La “rebelión eclesiástica” (c. 1373)
3) Quien participa en una asociación que maquina contra la Iglesia (c. 1374)
4) El diácono o el laico que “atenta” la celebración de la Santa Misa (c. 1378 §2)
5) El sacerdote sin facultad, el diácono o el laico que “intentan” absolver u oyen una confesión sacramental (c. 1378 §2)
6) Celebración de un sacramento con simonía (c. 1378)
7) Denunciar falsamente a un sacerdote de hacer cometido el delito de solicitación en confesión (c. 1390)
8) El religioso de votos perpetuos que atentó el matrimonio aunque sea civil (c. 1395 §2)
Todos estos delitos deben ser tratados en fuero externo, es decir, que deben ser declarados o impuestos a través de un proceso judicial o administrativo. Algunos de éstos, la Iglesia ha considerado que no es necesario hacer un proceso sino que sufren la pena con el solo hecho de cometer el delito. Eso es lo que se llama una pena latae sententiae. Éstas son:
1) Apostasía, herejía y cisma. (c. 1364)
2) Violación de las especies sacramentales o la retención con fines sacrílegos (c. 1367)
3) Violencia física contra el Romano Pontífice (c. 1370)
4) Violencia física contra un obispo (c. 1370)
5) El sacerdote que atenta absolver al cómplice de pecado contra el sexto mandamiento (c.1378 §1)
6) El diácono o el laico que “atenta” la celebración de la Santa Misa (c. 1378 §2)
7) El sacerdote sin facultad, el diácono o el laico que “intentan” absolver u oyen una confesión sacramental (c. 1378 §2)
8) La consagración de un obispo sin mandato apostólico (c 1382)
9) Violación directa del sigilo sacramental (c. 1388)
10) El aborto (c. 1398)
11) Denunciar falsamente a un sacerdote de hacer cometido el delito de solicitación en confesión (c. 1390)
12) El religioso de votos perpetuos que atentó el matrimonio aunque sea civil (c. 1395 §2)
Todos estos delitos, en la teoría más pura, no permiten que una persona reciba los sacramentos, tal como está establecido en los cc. 1331 – 1332. No obstante, el mismo derecho establece:
Can. 1357. § 1. Sin perjuicio de las prescripciones de los cc. 508 y 976, el confesor puede remitir en el fuero interno sacramental la censura latae sententiae de excomunión o de entredicho que no haya sido declarada, si resulta duro al penitente permanecer en estado de pecado grave durante el tiempo que sea necesario para que el Superior provea.
§ 2. Al conceder la remisión, el confesor ha de imponer al penitente la obligación de recurrir en el plazo de un mes, bajo pena de reincidencia, al Superior competente o a un sacerdote que tenga esa facultad, y de atenerse a sus mandatos; entretanto, imponga una penitencia conveniente y, en la medida en que esto urja, la reparación del escándalo y del daño; el recurso puede hacerse también por medio del confesor, sin indicar el nombre del penitente.
§ 3. Tienen el mismo deber de recurrir, después de haberse restablecido de su enfermedad, quienes, según el c. 976, fueron absueltos de una censura impuesta o declarada, o reservada a
El confesor debe saber que su potestad se limita a las penas que no hayan sido declaradas, es decir, si no ha habido un decreto por parte del Obispo o el Vicario General, una sentencia judicial o una declaración de la Santa Sede. Es importante que se tenga claro que el criterio es que no hayan sido declaradas no importa si están reservadas a la Santa Sede o al Obispo. En el caso de que exista, el confesor no puede hacer nada: debe pedirle al penitente que se retire.
En el caso de que no haya sido declarada, el confesor puede proceder. La razón es la siguiente: la doctrina retiene de modo unánime que lo establecido en el canon, a saber, “si resulta duro al penitente permanecer en estado de pecado grave durante el tiempo que sea necesario para que el Superior provea” se presenta cuando el penitente quiere recuperar la gracia y la comunión con toda la Iglesia.
Ahora bien, cuando el confesor escucha los pecados e identifica alguno de los antes mencionados, debe establecer si incurrió o no en la pena. Hay algunos atenuantes establecidos en la ley que hacen que, sobre todo los laicos, prácticamente no incurran en la pena. Estos son:
1) Si son menores de 18 años.
2) Si ignoraba sin culpa que estaba infringiendo una ley o precepto; y a la ignorancia se equiparan la inadvertencia y el error.
3) Si obró por violencia, o por caso fortuito que no pudo preverse o que, una vez previsto, no pudo evitar.
4) Si actuó coaccionado por miedo grave, aunque lo fuera sólo relativamente, o por necesidad o para evitar un grave perjuicio, a no ser que el acto fuera intrínsecamente malo o redundase en daño de las almas.
5) Si fue realizado por quien carecía de uso de razón a causa de embriaguez u otra perturbación semejante de la mente, de la que fuera culpable. (En esta especie se contempla el caso de una persona que se embriagó y en su borrachera actuó, pero no contempla el caso de aquella persona que deliberadamente se embriagó para cometer un delito)
6) Si actuó por impulso grave de pasión, pero que no precedió, impidiéndolos, a cualquier deliberación de la mente y consentimiento de la voluntad, siempre que la pasión no hubiera sido voluntariamente provocada o fomentada.
7) Si el sujeto obró sin plena imputabilidad.
Estos atenuantes hacen que a los laicos sea prácticamente imposible incurrir en una pena de excomunión o entredicho. Particularmente, para los sacerdotes, se pueden aplicar algunos de los atenuantes.
El confesor debe realizar un juicio y establecer en el momento si han incurrido en la pena o no. Algunas penas están reservadas a la Santa Sede. Éstas son:
1) Violación de las especies sacramentales o la retención con fines sacrílegos (c. 1367)
2) Violencia física contra el Romano Pontífice (c. 1370)
3) El sacerdote que atenta absolver al cómplice de pecado contra el sexto mandamiento (c.1378 §1)
4) La consagración de un obispo sin mandato apostólico (c 1382)
5) Violación directa del sigilo sacramental (c. 1388)
Si un confesor se encuentra ante estos casos, debe absolverlos remitiendo la pena. No existe una forma establecida para remitir la pena. La doctrina se divide entre dos acciones: la primera hacer mención de “en nombre de la Iglesia, te absuelvo de la pena de…”; la otra, se da implícitamente cuando el confesor concede la absolución de los pecados. El confesor puede elegir libremente y sin escrúpulos cualquiera de esas dos formas. El confesor, al mismo tiempo, debe pedir al penitente acudir a la Santa Sede en el plazo de un mes (eso no quiere decir que la respuesta se debe obtener en un mes, sino que tiene un mes de tiempo para escribir a la Santa Sede). Si el penitente no sabe cómo, el sacerdote puede preguntarle que si lo autoriza a recurrir a la autoridad competente. Si la respuesta es afirmativa, el confesor debe escribir a la Penitenciaría Apostólica, describiendo la situación pero sin decir el nombre del penitente. El penitente puede recurrir por su cuenta, pero en este caso, debe indicar su nombre y dirección.
El recurso se dirige al Penitenciario Mayor y se expone el caso. Se envía a la siguiente dirección:
Penitenciaría apostólica
Palazzo della Cancelleria
Piazza della Cancelleria 1
00186 Roma
La Penitenciaría emitirá un rescripto donde remite la pena y establece la penitencia que debe imponerse al penitente.
En el resto de los casos, el confesor debe pedir al penitente que se dirija al Sr. Obispo, al Vicario General o al Penitenciario para la remisión total de la pena. Si al penitente se le hace muy duro por razón de la distancia, de recursos económicos o de enfermedad, el confesor puede recurrir a cualquiera de ellos tres indicando la situación y obviando el nombre del penitente.
En el caso de que el penitente, a juicio del confesor, no ha incurrido en la pena de excomunión o entredicho, debe imponer una penitencia proporcional al pecado cometido, según lo establece el derecho: “Can. 1324. § 1. El infractor no queda eximido de la pena, pero se debe atenuar la pena establecida en la ley o en el precepto, o emplear una penitencia en su lugar, cuando el delito ha sido cometido…” (sigue la lista de los atenuantes).
Finalmente, hay un delito que debe ser probado y castigado en forma pública que es la acusación falsa contra un sacerdote de haber cometido el pecado de solicitación en confesión. Sin embargo no deja de ser un pecado mortal. Es uno de los dos pecados que no se pueden absolver sin condiciones. El código establece claramente
Can. 982. Quien se acuse de haber denunciado falsamente ante la autoridad eclesiástica a un confesor inocente del delito de solicitación a pecado contra el sexto mandamiento del Decálogo, no debe ser absuelto mientras no retracte formalmente la denuncia falsa, y esté dispuesto a reparar los daños que quizá se hayan ocasionado.
El criterio de formalidad no es otra cosa que manifestar a la autoridad ante quien denunció falsamente que lo dicho sobre el sacerdote “X” es falso. La autoridad procederá según su criterio, pero ya puede reconciliarse con Dios en el sacramento de la confesión.
El otro pecado es:
Can. 977. Fuera de peligro de muerte, es inválida la absolución del cómplice en un pecado contra el sexto mandamiento del Decálogo.
martes, 13 de mayo de 2008
La catequesis de los papás
La catequesis de los papás.
Una de las acciones catequéticas que se ha ido poniendo en práctica y que ha resultado, además de eficaz, muy valorada por los mismos destinatarios, es la catequesis a los papás con ocasión de la recepción de los sacramentos de los hijos. No obstante, existen una serie de elementos que dificultan la puesta en práctica de esta actividad:
Las excusas: ciertamente la realidad económica de nuestra nación es de tal calibre que hace que los papás deban dedicar tiempo para llevar el sustento a la familia. Unido a esto, la consecuencia lógica: el cansancio.
Falta de preparación de los catequistas: ciertamente una catequesis para adultos no es lo mismo que una catequesis para niños o jóvenes. Debe encontrarse una metodología adecuada para ellos y muchos catequistas se declaran como no aptos para esta actividad.
El miedo natural: normalmente los catequistas se encuentran con personas con las que conviven a diario. Esto influye en el ánimo de los catequistas.
No obstante todas estas razones, el CPV ha puesto en realce esta actividad: “Garantizar la catequesis de los padres y representantes con ocasión de la iniciación cristiana de sus hijos” (CAT 115). Por lo tanto habrá que saber vencer los obstáculos antes descritos para llevar a cabo esta petición del Concilio.
Hay dos circunstancias principales en las que se puede dar una catequesis a los padres con ocasión de la recepción de los sacramentos de los hijos. Ellas son el bautismo y la recepción de la primera comunión y/o confirmación.
La primera suele materializarse en lo que se llama la charla prebautismal. En ella, además de explicar la ceremonia, debe instruirse a los papás sobre las responsabilidades que se adquieren con la petición del sacramento del bautismo para sus hijos. El temario puede ser variado: hasta el mismo ritual de bautismo propone una serie de contenidos que el párroco debe adaptar según las circunstancias de cada lugar. No debe dejarse de lado la explicación de los símbolos, la ceremonia de bautismo es riquísima en ellos.
Antes de la inscripción es de desear que sean instruidos sobre la elección de los padrinos. La Iglesia pide un padrino o una madrina, o un padrino y una madrina. Ellos son como los segundos papás de sus hijos y deben ayudarlos en la educación cristiana de los mismos. Son también un ejemplo y por lo tanto, a la hora de elegirlos no deben dejarse llevar por compromisos, sino que deben elegir a los mejores que conozcan.
En la misma charla no debe dejarse de lado la catequesis a los padrinos. El Concilio Plenario Nacional llama la atención sobre la ruptura entre fe y vida (PPEV 27). Hay que procurar catequizarlos sobre la misión del padrino (madrina) que no es otra que la de ayudar a los papás en la educación cristiana de los niños. Ellos deben erradicar de la comunidad cristiana la imagen de que el padrino (madrina) es quien le da dinero a los niños y le compra regalos.
De manera tentativa los praenotanda del Ritual de bautismo de niños da unas pistas de preparación remota y próxima:
VI. PREPARACIÓN DEL BAUTISMO DE LOS NIÑOS
A) Preparación remota
Finalidad de esta preparación
54. Para que el pueblo de Dios sea consciente de su misión, tanto en la celebración del Bautismo como en su preparación y cuidado posterior, es necesario desarrollar una adecuada y constante catequesis sobre el Bautismo y sus exigencias, según se explica en los nn. 3 al 6.
Momentos de esta catequesis
55. Como momentos especialmente aptos para esta catequesis, señalados por el mismo ritmo de la vida cristiana, cabe destacar los siguientes:
a) La Cuaresma, que “prepara a los fieles para que celebren el misterio pascual sobre todo mediante el recuerdo o la preparación del Bautismo”.
b) Los días -especialmente domingos- cuya Liturgia de la Palabra haga referencia al Bautismo.
c) Siempre que se celebre otro sacramento de la iniciación cristiana.
d) En ocasiones extraordinarias tales como misiones populares, ejercicios espirituales, cursillos, etc., donde se renueva la conciencia bautismal del cristiano.
e) El mejor complemento de la catequesis será siempre una buena celebración del Bautismo, preparada y participada por todos.
Formación prematrimonial
56. En la preparación al matrimonio o en los cursillos prematrimoniales no puede faltar el tema del Bautismo, porque, al aceptar el sacramento del amor de Cristo a su Iglesia, los contrayentes asumen la misión maternal de la Iglesia.
B) Preparación próxima de padres y padrinos
Diálogo prebautismal
57. Para preparar adecuadamente a los padres y padrinos para el cumplimiento de su misión es necesario que a la celebración del Bautismo preceda el diálogo con un sacerdote o con otras personas responsabilizadas en la pastoral bautismal.
Este diálogo pretende:
a) hacerles reflexionar sobre las motivaciones de la petición del Bautismo, ayudándoles a que esta petición sea un verdadero ejercicio de fe;
b) preparar el rito, explicando las intervenciones de los padres y padrinos y su significado, para que se asegure la veracidad de sus respuestas;
c) en muchos casos, realizar una elemental catequesis del sacramento;
d) en otros, incluso una catequesis general que busca una educación de la fe y no sólo una mera instrucción sobre la fe;
e) alguna vez, con padres descristianizados, evangelizar en sentido pleno o sensibilizar para una posterior evangelización.
Cursillos para futuros padres
58. Allí donde el número de nacimientos sea abundante será conveniente organizar cursillos o conferencias, a nivel parroquial o de zona, para padres que esperan un hijo.
La otra circunstancia en la que se puede y debe brindar una catequesis a los papás es con ocasión de la recepción de los sacramentos de la Eucaristía y la Confirmación. Y aquí es donde el límite lo pone la imaginación del párroco.
El problema se plantea sobre todo en la frecuencia. La elección se hará tomando en cuenta las características de la población de la parroquia. Hay parroquias donde la catequesis es semanal, otras quincenal, otras una vez al mes. Finalmente, hay parroquias donde no existe una periodicidad determinada, sino que se les convoca dependiendo de las circunstancias o de los tiempos litúrgicos.
Como consejos prácticos, esta catequesis de los papás:
1) Debe realizarse con una metodología adecuada. La que es más eficiente es la de taller. El taller es una metodología de enseñanza aprendizaje que consiste en la exposición de un tema, y sirviéndose de una dinámica, provoca una interacción entre los participantes para lograr el objetivo propuesto.
Normalmente comienza con una dinámica que puede ser de presentación, de rompehielo u otra. Acto seguido, después de presentarse el facilitador, se introduce el tema. Después se usa la dinámica. Ésta puede ser de diversa naturaleza: una lectura, una canción, una representación, un juego, etc. Lo importante es que la dinámica ayude a los participantes a meterse de lleno en el taller.
Una vez que los participantes hayan agotado su participación, el facilitador debe recoger todos los aportes y junto con los participantes, deben concretar las maneras en que pueden vivir lo que han concluido. Hecho esto, se procede a la dinámica de cierre que perfectamente puede ser una oración de acción de gracias.
El orden apenas descrito puede ser modificado: no es un esquema que no pueda alterarse. Ahora bien, debe evitarse que la sesión sea algo tedioso. Debe dejárseles un “buen sabor de boca” que les mueva a participar en la próxima sesión.
2) No deben olvidarse los mismos consejos que dábamos para la catequesis de los niños sobre el local, los muebles, la ventilación y la hora en que se convoca. Todos estos aspectos son importantes. Si el facilitador usa materiales didácticos, éstos deben estar en excelentes condiciones y al alcance de la mano. No son buenas las improvisaciones.
3) Los temas deben ser significativos: Los temas elegidos deben ser de un particular interés o al menos provoque en ellos un particular interés. Si no se toma en cuenta este factor, es fácil que caiga en ellos el desánimo.
4) Entre los temas que puedan proponerse, no debe dejarse de lado algunos temas de pastoral familiar, de modo tal que ayude a ellos a vivir mejor como familia cristiana. También algunos temas doctrinales o morales que, según las circunstancias del lugar, pueden variar. Sobre todo es importante elevarles la mira: no es simplemente un hecho que todo el mundo hace. Hay que hacerles entender que es un momento importante la recepción de la Eucaristía o Confirmación de sus muchachos porque recibirán a Jesucristo o el don del Espíritu. De manera especial, a los padres de los niños de confirmación debe dárseles una catequesis sobre la elección de los padrinos: cuáles son los criterios y cuáles son sus funciones.
lunes, 21 de abril de 2008
El Derecho Canónico
El derecho canónico.
Pbro.Lic. Antonio Rella Ríos
Profesor de Derecho Canónico
Seminario San Pedro Apóstol
1.- Noción.
a) Una precisión terminológica. El adjetivo canónico.
Ya hemos visto qué significa derecho. Nuestra materia se llama derecho canónico. Este último adjetivo ¿tiene un significado especial?
Canónico viene de la palabra griega kanon, que significa regla (no como medida sino como instrumento). Este término fue adoptado en la Iglesia en los primeros siglos para significar las normas de la vida eclesial para distinguirlo de los nomoi, que eran las normas emanadas por la autoridad civil. Desde el concilio de Nicea (a. 325) los concilios de la Iglesia formulan cánones, es decir normas prescritas emanadas por la autoridad eclesiástica para regular la vida de la comunidad en diversos ámbitos (fe, moral y disciplina).
El subtítulo de este apartado no puede ser más elocuente. Cada autor, cada escuela puede tener una definición de derecho en el cual pone en relieve algún aspecto que considera importante o fundamental. Por lo tanto, las divergencias, aunque pequeñas, no pueden dejarse de notar.
Así las cosas no podemos eludir el hecho que debemos decir qué es el derecho canónico. El derecho canónico es el patrimonio de leyes y normas positivas emanadas por la autoridad legítima con fin de regular las relaciones intersubjetivas en la vida de la comunidad eclesial[1].
De esta definición debe quedar claro algo: el derecho canónico no es el código. El código es una parte del derecho canónico, pero esto lo veremos más adelante.
El estudio del derecho canónico da origen a la ciencia canónica, llamada también canonística. En los últimos años, fruto del cuestionamiento de todo lo que tiene que ver con la Iglesia, se ha interrogado sobre el estatuto científico de la canonística. Ha habido diversas respuestas que expondremos sintéticamente:
1) Disciplina jurídica con método jurídico.
2) Disciplina teológica con método teológico.
3) Disciplina teológica con método jurídico.
4) Disciplina teológica y jurídica con método teológico y jurídico.
a) Derecho Canónico y Teología.
En la historia de la Iglesia nunca se había puesto el problema del fundamento teológico del Derecho Canónico. Un único momento había sido en la época de la reforma protestante cuando Lutero había puesto en discusión la dimensión visible de la Iglesia y todo lo que ella conllevaba, entre ellas el derecho canónico. De hecho, en rebeldía quemó el Decreto de Graciano y las colecciones de las Decretales. El problema subsiguiente era cómo dar un orden social a la comunidad de creyentes y fue resuelto dejando este papel al “príncipe”. Esta solución resultaba eficaz siempre y cuando el Príncipe aceptara esta función. La Iglesia en el Concilio de Trento había reafirmado la doctrina tradicional. De hecho, después del Concilio, el Papa ordenó la publicación del Corpus Iuris Canonici.
Como cosa curiosa, el problema del fundamento teológico del derecho canónico no nació en el ámbito católico sino en el protestante, y por un “defecto” de los teólogos católicos entró este cuestionamiento en la Iglesia. La historia fue así:
Terminábamos diciendo que la solución en ámbito protestante resultaba eficaz siempre y cuando el príncipe aceptara esta función. Pero, ¿qué pasa cuando el príncipe rechaza esta función, es decir, afirma que no es su misión determinar el orden social dentro de una comunidad de creyentes? Parecía un problema teórico hasta que eso efectivamente ocurrió. El primer “toque” ocurrió con la constitución de Frankfurt de 1848. Decimos el primer toque, porque por situaciones históricas nunca se cumplió esta separación. Sin embargo, era un primer aviso del problema.
Algunos teólogos de finales del s. XIX ante este teórico problema se limitaron a repetir los fundamentos que existían ya desde la época de Lutero:
a) La verdadera Iglesia es invisible, por lo tanto sustraída totalmente de las realidades visibles (por lo tanto de derecho canónico, nada)
b) El orden de las realidades visibles corresponde a quien tiene a su cargo el gobierno del orden visible, es decir, el “príncipe”. Por lo tanto, si fuese necesario darle un orden a la comunidad visible de creyentes, eso es un encargo del príncipe. A este punto de la doctrina, se le añadió otro de origen hegeliano: sólo el estado es fuente de derecho.
En estas afirmaciones encontraban la solución al problema de la necesidad de un ordenamiento y la naturaleza invisible de la Iglesia. Sin embargo, un teólogo protestante, siendo honesto intelectualmente, llevó a las consecuencias últimas de estos presupuestos. Su nombre es Rudolf Sohm. Sohm afirmaba, coherentemente por demás, que si la Iglesia es fundamentalmente invisible y su naturaleza se resuelve en una relación individual con Dios quien justificaba o condenaba a cada quien según su Voluntad, entonces:
a) La comunidad visible de creyentes no tiene nada que ver con la verdadera Iglesia, por lo tanto forma parte del mundo.
b) Dado que el derecho es para “el mundo”, ello no tiene que ver absolutamente con la naturaleza de la Iglesia. Consecuencia lógica: el derecho, aún el canónico, es absolutamente extraño a la naturaleza de la Iglesia.
La contundencia de las afirmaciones de Sohm, del todo coherentes con los principios protestantes, hizo estremecer la teología protestante puesto que había derrumbado uno de los pilares en el que se sostenía la reforma. La consecuencia más importante era que los creyentes no estaban para nada obligados a obedecer las disposiciones del príncipe en materia religiosa puesto que ello no les tocaba para nada.
Conscientes del problema, la teología protestante comenzó a buscar soluciones, del todo idealistas, a este problema abierto por Sohm. Karl Barth comenzó a desarrollar toda una teoría en la que buscaba un fundamento teológico por el cual los creyentes debían continuar obedeciendo a las disposiciones del Estado en materia religiosa. El punto es que muchos teólogos siguieron el camino de Sohm[2].
A este punto podríamos preguntarnos, ¿qué tiene que ver este problema con la Iglesia Católica? La respuesta viene a continuación.
Cuando comenzó a soplar los vientos del iluminismo según la cual el Estado es la única fuente de derecho porque es la única que es expresión de una sociedad, los teólogos y canonistas respondieron con la doctrina, elaborada ya por San Carlos Borromeo, según la cual la Iglesia es también una sociedad jurídica perfecta. Ello dio como consecuencia la doctrina del derecho publico eclesiástico (Ius Pubblicum Eclesiasticum, IPE). De hecho, inclusive después de la promulgación del Código de 1917, convivían perfectamente el estudio del derecho canónico con la doctrina del IPE. Después del Concilio Vaticano II, en el cual se hizo una profunda reflexión sobre la naturaleza de la Iglesia, un grupo de teólogos que formaban parte del consejo de redacción de una revista llamada Concilium lanzaron al ruedo teológico católico el problema que se encontraba en el ámbito protestante. Con ello encendieron el ánimo de contestación contra el derecho canónico. En definitiva, sostenían lo mismo que Sohm: el derecho canónico no pertenece a la naturaleza de la Iglesia. Con esto habían introducido un problema que nunca había sido tal[3].
El hecho es que el debate encendido por estos teólogos alemanes fue de tal calibre que los mismos canonistas de la revista no lograban darle una solución. No obstante, fue en el mismo ámbito alemán donde comenzó a surgir una respuesta sobre la naturaleza teológica (o mejor, eclesiológica) del derecho canónico. La primera respuesta fue hecha por Klaus Mörsdorf, fundador de la Escuela de Munich. Junto con él, otros seguidores de su escuela han profundizado el tema: Antonio Rouco Varela y Eugenio Corecco. Otro autor que ha dado una respuesta, aunque no desde la misma óptica, fue Javier Hervada. El fruto de sus reflexiones, aceptadas hoy casi pacíficamente, las presentaremos a continuación[4].
Como se ha visto poco antes, el problema surge en el ámbito protestante (y desgraciadamente también el ámbito católico) por un deficiente comprensión de la realidad de la Iglesia. Reducir la Iglesia solo a un vínculo invisible de relación individual con Dios es olvidar la complejidad hermosa de Ella.
De hecho, basta solo dar una ojeada a los últimos documentos del Magisterio sobre la Iglesia. En cada uno de ellos se usan diversas imágenes para describir una realidad tan hermosa: Cuerpo Místico de Cristo, Pueblo de Dios, Iglesia como Comunión, Iglesia que se construye en la Eucaristía[5].
La única dimensión de la Iglesia no es aquella la de los vínculos invisibles:
Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible, y la mantiene constantemente, por la cual comunica a todos la verdad y la gracia. Pero la sociedad dotada de órganos jerárquicos, y el cuerpo místico de Cristo, reunión visible y comunidad espiritual,
Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y apostólica, la que nuestro Salvador entregó después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn., 24,17), confiándole a él y a los demás apóstoles su difusión y gobierno (Cf. Mt., 28,18), y la erigió para siempre como "columna y fundamento de la verdad" (1Tim., 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, permanece en
En este pasaje del Concilio Vaticano se deja claro que la Iglesia es una sociedad gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos. El mismo Concilio establece una misión especial a los Obispos (el de Roma incluido):
En orden a apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación.
Este santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara a una con él que Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles como El mismo había sido enviado por el Padre (Cf. Jn., 20,21), y quiso que los sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de los siglos, fuesen los pastores en su Iglesia. Pero para que el episcopado mismo fuese uno solo e indiviso, estableció al frente de los demás apóstoles al bienaventurado Pedro, y puso en él el principio visible y perpetuo fundamento de la unidad de la fe y de comunión. Esta doctrina de la institución perpetuidad, fuerza y razón de ser del sacro Primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el santo Concilio la propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles y, prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los apóstoles, los cuales junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y Cabeza visible de toda
Porque el Pontífice Romano tiene en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda Iglesia potestad plena, suprema y universal sobre
Los Obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que se les han encomendado, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su potestad sagrada, que ejercitan únicamente para edificar su grey en la verdad y la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor y el que ocupa el primer puesto como el servidor (Cf. Lc., 22,26-27). Esta potestad que personalmente poseen en nombre de Cristo, es propia, ordinaria e inmediata aunque el ejercicio último de la misma sea regulada por la autoridad suprema, y aunque, con miras a la utilidad de
Es cierto que no es la única visión de la Iglesia sin embargo, cualquier otra imagen desde la cual se estudie la naturaleza de la Iglesia no podrá excluir o al menos negar esta realidad originaria de Ella.
Cuando hablábamos del sentido jurídico del derecho, mencionábamos que éste era la cosa justa que pertenece a alguien. A la Iglesia se le ha confiando, con un título especial, un grupo de bienes. Esos bienes son la Palabra (la Revelación, el contenido de la fe)[6], los Sacramentos y los carismas. El título especial es de custodiarlos y comunicarlos a todos los hombres. Nos fijaremos ahora en la comunicación de los bienes salvíficos:
Una vez que el Señor Jesús fue exaltado en la cruz y glorificado, derramó el Espíritu que había prometido, por el cual llamó y congregó en unidad de la fe, de la esperanza y de la caridad al pueblo del Nuevo Testamento, que es la Iglesia, como enseña el Apóstol: "Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como habéis sido llamados en una esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo". Puesto que "todos los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo.... porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús". El Espíritu Santo que habita en los creyentes, y llena y gobierna toda la Iglesia, efectúa esa admirable unión de los fieles y los congrega tan íntimamente a todos en Cristo, que El mismo es el principio de la unidad de la Iglesia. El realiza la distribución de las gracias y de los ministerios, enriqueciendo a la Iglesia de Jesucristo con la variedad de dones "para la perfección consumada de los santos en orden a la obra del ministerio y a la edificación del Cuerpo de Cristo".
Para el establecimiento de esta su santa Iglesia en todas partes y hasta el fin de los tiempos, confió Jesucristo al Colegio de los Doce el oficio de enseñar, de regir y de santificar. De entre ellos destacó a Pedro, sobre el cual determinó edificar su Iglesia, después de exigirle la profesión de fe; a él prometió las llaves del reino de los cielos y previa la manifestación de su amor, le confió todas las ovejas, para que las confirmara en la fe y las apacentara en la perfecta unidad, reservándose Jesucristo el ser El mismo para siempre la piedra fundamental y el pastor de nuestras almas.
Jesucristo quiere que su pueblo se desarrolle por medio de la fiel predicación del Evangelio, y la administración de los sacramentos, y por el gobierno en el amor, efectuado todo ello por los Apóstoles y sus sucesores, es decir, por los Obispos con su cabeza, el sucesor de Pedro, obrando el Espíritu Santo; y realiza su comunión en la unidad, en la profesión de una sola fe, en la común celebración del culto divino, y en la concordia fraterna de la familia de Dios.
Así, la Iglesia, único rebaño de Dios como un lábaro alzado ante todos los pueblos, comunicando el Evangelio de la paz a todo el género humano, peregrina llena de esperanza hacia la patria celestial.
Este es el Sagrado misterio de la unidad de la Iglesia de Cristo y por medio de Cristo, comunicando el Espíritu Santo la variedad de sus dones, El modelo supremo y el principio de este misterio es la unidad de un solo Dios en la Trinidad de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. (UR 2)
El catecismo de la Iglesia Católica matiza aún más esta comunión de bienes espirituales:
I La comunión de los bienes espirituales.
949 En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos "acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Hch 2, 42):
La comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de
950 La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en
951 La comunión de los carismas: En la comunión de
Esta misión particular no debe dejarse en el olvido: la Iglesia ha recibido de su Fundador la Palabra que salva, los medios de la gracia y los dones para hacerla crecer. Y no las ha recibido para tenerla para sí sino para distribuirla, sea a los fieles sea a aquellos que todavía no ha llegado el mensaje de Cristo Jesús. Por lo tanto, la Fe, los Sacramentos y los Carismas pertenecen a todos los hombres y la Iglesia debe dárselos: es un derecho de ellos.
A la Iglesia no solo corresponde la transmisión de la Palabra y los Sacramentos, sino custodiarlos también. La razón es sencilla: si sufriera algún cambio la esencia de estos bienes, se lesiona tanto el derecho de los hombres como la voluntad del Donante. Es una obligación de la Iglesia guardar la fidelidad de estos bienes, y para ello se sirve de diversos medios: el Magisterio en primer término[7], así como la disciplina necesaria para que lleguen a todos estos bienes con los frutos que ello conlleva. De igual manera, corresponde a la jerarquía de la Iglesia discernir la autenticidad de los carismas:
Los carismas se han de acoger con reconocimiento por el que los recibe, y también por todos los miembros de
Por esta razón aparece siempre necesario el discernimiento de carismas. Ningún carisma dispensa de la referencia y de la sumisión a los Pastores de
3.- Características
Cuando se habla de las características del derecho canónico, los autores podrán tener diversos puntos de vista. Y es lógico que sea así, porque en la valoración del ordenamiento canónico no todos los verán desde la misma óptica. Sin embargo, porque es nuestro deber decir algo al respecto, podemos decir que las características del derecho canónico son:
Cuando hablamos de universalidad queremos señalar la potencialidad del derecho canónico de abarcar a todos los seres humanos. Antes hicimos referencia a que la Iglesia ha recibido del su Fundador unos bienes que tiene el deber jurídico de comunicarlos a todos los hombres. Es ésta la universalidad potencial. No solo abarca este aspecto sino también lo que tiene que ver con las relaciones con otras comunidades cristianas y no cristianas, estados y comunidades políticas internacionales.
La potestad sobre toda la Iglesia, como veremos en su momento, ha sido confiada al Sumo Pontífice y al Colegio Episcopal. En ese particular pueden establecer, como de hecho ha ocurrido, disposiciones para toda la Iglesia. En ese sentido se dice que el ordenamiento canónico es uno (que no es lo mismo que decir “único”) en el sentido que toda la disciplina está bajo la autoridad de un doble autoridad no excluyente[8].
Esta unidad no elimina la variedad. En el derecho de la Iglesia hay una amplia cabida para la legislación particular y para ordenamientos jurídicos especiales como los de las Iglesias orientales. La única condición, como veremos más adelante, es que no contradigan la legislación universal.
Ésta es una característica de todo ordenamiento legal: puede abarcar todos los ámbitos de su potestad. De la misma manera que el ordenamiento legal venezolano puede abarcar todos los aspectos que están bajo su potestad, del mismo modo la Iglesia. Esta plenitud indica también otra característica: la no dependencia. Volviendo a los paragones: del mismo modo que la eficacia del ordenamiento legal venezolano no depende de ninguna otra instancia superior, del mismo modo la Iglesia.
Esta es una característica propia, y diríamos casi única, del derecho canónico. Los ordenamientos civiles parten de un principio que es irreformable: la ley es igual para todos. En la Iglesia es similar pero con unas diferencias: cuando en un caso y con un sujeto concreto la ley es odiosa (es decir, injusta) la autoridad puede dispensarla. Cuando en un caso concreto la ley es insuficiente, la autoridad puede conceder un privilegio (una ley privada para entendernos rápido). Estos dos institutos son impensables en el derecho civil. Y es normal que en el derecho canónico exista esta elasticidad porque es el mejor modo de satisfacer las obligaciones de justicia que en la Iglesia se traduce en la salvación de las almas.
La ley suprema de la Iglesia es la salvación de las almas (Cf. c. 1752) La elasticidad del ordenamiento canónico obedece también a este otro principio. Como característica particular del derecho, este principio se refleja en diversas disposiciones:
a) Los casos urgentes: en la colación de casi todos los sacramentos, ipso iure, pierden eficacia todas las disposiciones del derecho con el fin de que el sujeto pueda recibir la gracia.
b) La configuración de la partición del Pueblo de Dios con criterio estrictamente pastoral: diócesis, parroquias, inclusive personales, capellanías, oficios vicarios y auxiliares, etc.
c) La ampliación de las facultades de confesar y predicar en todo el mundo.
En la Iglesia, casi desde sus inicios, ha habido posiciones contrarias a la presencia del derecho en la Iglesia. Todas ellas han tenido causas diversas. La más notoria, tal vez por el hecho que fue una de las divisiones más dolorosas de la Iglesia, fue aquella de Lutero quien en un gesto de rebeldía quemó el Decreto de Graciano y las Decretales. En los últimos años, ha habido una fuerte resistencia al derecho canónico, todas ellas de diversa índole. No obstante la simplificación, las causas todas ellas se pueden sintetizar en las siguientes
Sobre todo después de finalizado el Concilio, hubo una fuerte contestación del derecho. El fundamento de algunas críticas encuentra su fundamento en una concepción reductiva de la Iglesia.
Surgió por obra y gracia de algunos círculos teológicos, sin ningún tipo de fundamento en el magisterio del Concilio, una concepción según la cual la Iglesia se construye en base a los carismas. Esta afirmación no es falsa pero no es completa ni expresa en su totalidad lo que es la Iglesia. Lo peor que pudieron hacer estos círculos de pensamiento teológico era reducir la Iglesia solo a esta esfera. Si la Iglesia se construye en función de los carismas, no tiene cabida el derecho canónico.
El punto es que los carismas no son el fundamento de la Iglesia, ni tampoco son su expresión más genuina. De hecho, la misma ciencia eclesiológica admite que el misterio de la Iglesia no puede ser reducido a una sola visión. Si se atiende a los últimos años de magisterio, el misterio de la Iglesia ha sido presentado bajo diversas imágenes: Cuerpo Místico de Cristo, Pueblo de Dios, misterio de comunión. El problema de no tener una visión adecuada de la naturaleza de la Iglesia es que se puede tender a encuadrar el misterio a una visión reductiva. Ello trae como consecuencia que se desvirtúa el misterio y por lo tanto el modo de vivirla en concreto.
Exactamente lo mismo ocurre con las instituciones, entre ellas el derecho. En una visión que reduce a la Iglesia solo a la dimensión de los carismas, no solo pone en peligro la visión de la Iglesia sino también otros institutos como la jerarquía o el magisterio, que serían los medios para discernir los carismas.
En definitiva, volviendo sobre uno de los puntos anteriores, el derecho canónico hunde sus raíces en la vida misma de la Iglesia y no le es extraña. Ha formado parte de la vida de la Iglesia desde sus inicios. En la Constitución apostólica Sacra disciplinae leges, el Papa atajaba esta cuestión todavía en boga:
“Surge ahora otra cuestión: la de qué sea el Código de Derecho Canónico. Para responder debidamente a esta pregunta debemos remontarnos a la lejana herencia jurídica que se contiene en los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, de la que deriva, como de su primera fuente, toda la tradición jurídica y legislativa de la Iglesia.
Porque Nuestro Señor Jesucristo no abolió en absoluto el riquísimo legado de la Ley y los Profetas, que se había ido formando paulatinamente con la historia y la vida del Pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, sino que la completó (Mt. 5, 17), de modo que entrara a formar parte de una forma nueva y más elevada, de la herencia del Nuevo Testamento. Por tanto, aunque San Pablo, al explicar el misterio pascual, enseñe que la justificación no procede de las obras de la ley sino de la fe (Rom 3, 28; Gal 2, 16) no excluye con ello la fuerza vinculante del Decálogo (Cf. Rom 13, 8 – 10; Gal 5, 13 – 25; 6, 2) ni niega la importancia del orden disciplinario en la Iglesia de Dios (Cf. 1Cor 5 y 6). De esta forma, los escritos del Nuevo Testamento permiten que nos hagamos cargo de la importancia del orden disciplinario, y que podamos entender mejor los nexos que lo unen estrechamente a la naturaleza salvífica de la doctrina del mismo evangelio.
Siendo esto así, parece claro que el fin del código no es el de suplantar, en la vida de la Iglesia, la fe de los fieles, su gracia, sus carismas y, sobre todo, su caridad. Por el contrario, el Código tiende más bien a generar en la sociedad eclesial un orden que, dando primacía al amor, a la gracia y al carisma, facilite al tiempo su ordenado crecimiento en la vida, tanto de la sociedad eclesial, como de todos los que a ella pertenecen”
Uno de los objetivos del concilio era la de dar una respuesta a nuestro tiempo. El beato Juan XXIII lo definió como un “aggiornamento”, es decir, como una puesta al día. Entre otras cosas, se definió el concilio como un concilio pastoral y puso en relieve esta actividad de la Iglesia. Sin embargo, de igual modo que en algunos círculos teológicos, algunos pretendían reducir toda la actividad a la pastoral (concepto que no es errado) pero dando un significado a la pastoral de todo equivocado.
Poco tiempo después de promulgado el código, el Card. Rosalio Castillo Lara, en una ponencia en la Universidad Urbaniana, decía: “Estoy convencido que el Código es muy pastoral. Repito lo que dije el 3 de febrero en la presentación oficial, que la ley canónica es por su naturaleza ya pastoral. Es necesario aclarar un equívoco cuando se piensa que la pastoralidad equivale en un cierto sentido a una aproximación, a una elasticidad incontrolada, a un cierto arbitrio de actuar contra la ley. No, la ley canónica en sí misma, adherente como es a su fin trascendente, es ya en su aplicación un instrumento altamente pastoral y actuando contra ella no se favorece la pastoral sino que se le hace un daño a ella. Establecido esto, quiero decir que la pastoralidad se ve en el código sea en cuanto que todo el conjunto está ordenado a este fin trascendente de la misión de la Iglesia y de la salus animarum, sea en la preocupación explícita en muchas normas de crear un espacio favorable a esta cura de las almas.”[9]
El Papa Juan Pablo II, en uno de sus discursos a la Rota Romana, tocaba precisamente este punto:
2. El espíritu pastoral, sobre el cual el Concilio Vaticano II ha insistido fuertemente en el contexto de la eclesiología de comunión, expuesta sobre todo en la constitución dogmática Lumen Gentium, caracteriza cualquier aspecto del ser y del actuar de la Iglesia. El mismo Concilio, en el decreto sobre la formación sacerdotal, ha dispuesto expresamente que, en la exposición del derecho canónico, se tenga en cuenta el misterio de la Iglesia, según la Constitución Dogmática “De Ecclesia”, lo que vale a fortiori para su formulación, como para su interpretación y aplicación. La pastoralidad de este derecho, o sea, su funcionalidad respecto a la misión salvífica de los Sagrados Pastores del entero Pueblo de Dios, encuentra un sólido fundamento en la eclesiología conciliar, según la cual los aspectos visibles de la Iglesias son inseparablemente unidos a los espirituales, formando una completa realidad, comparable al misterio del Verbo Encarnado. Por otra parte, el Concilio no ha dejado de traer consecuencias operativas de este carácter pastoral del derecho canónico, estableciendo medidas concretas que tienden a hacer que las leyes y las instituciones canónicas fuesen siempre más adecuadas al bien de las almas.
3. En esta prospectiva, es oportuno detenerse a reflexionar sobre un equívoco, a lo mejor comprensible pero no por ello menos peligroso, que desafortunadamente condiciona, no raramente, la visión de la pastoralidad del derecho eclesial. Tal distorsión consiste en atribuir títulos e intenciones pastorales únicamente a aquellos aspectos de moderación y humanidad que son inmediatamente unibles con la aequitas canonica, es decir, sostener que solo las excepciones a las leyes, el eventual no recurso a los procesos y a las sanciones canónicas, el aligeramiento de las formalidades jurídicas tiene verdadero relieve pastoral. Se olvida así que también la justicia y el estricto derecho –en consecuencia, las normas generales, los procesos, las sanciones y otras manifestaciones típicas de la juridicidad siempre que sean necesarias– se requieren en la Iglesia por el bien de las almas y por lo tanto son realidades intrínsecamente pastorales.
No por casualidad, en aquella suerte de decálogo, aprobado por la primera Asamblea del Sínodo de los Obispos en 1967 y sucesivamente hechos propios por el Legislador para guiar los trabajos de redacción del nuevo código, el tercer principio iniciaba con estas sugestivas palabras: “La naturaleza sacra y orgánicamente estructurada de la comunidad eclesial hace evidente que la índole jurídica de la Iglesia y todas sus instituciones están ordenadas a la promoción de la vida sobrenatural”. Por ello, el ordenamiento jurídico de la Iglesia, las leyes y los preceptos, los derechos y deberes que siguen de ellos, deben converger en el fin sobrenatural. Retomando tal principio, mi venerado predecesor Pablo VI, en el curso de su amplio y profundo magisterio sobre el significado y valor del derecho en la Iglesia, expresó así el nexo entre vida y derecho en el Cuerpo Místico de Cristo: “La vida eclesial no puede existir sin el orden jurídico, porque, como bien saben, la Iglesia –sociedad instituida por Cristo, espiritual pero visible, che se edifica por la Palabra y los sacramentos y se propone llevar la salvación a los hombres– necesita de este derecho sacro, conforme a las palabras del Apóstol: “que todo ocurra decorosamente y con orden” (1 Cor 14, 40)
4. La dimensión jurídica y la dimensión pastoral están inseparablemente unidas en la Iglesia peregrina en esta tierra. Sobretodo, hay una armonía entre ambas que deriva de la común finalidad: la salvación de las almas. Pero hay más. En efecto, la actividad jurídico canónica es por su naturaleza pastoral. Ella constituye una particular participación a la misión de Cristo Pastor, y consiste en actualizar el orden de justicia intraeclesial querido por el mismo Cristo. A su vez, la actividad pastoral, que supera largamente los solos aspectos jurídicos, comporta siempre una dimensión de justicia. De hecho, no sería posible conducir las almas al Reino de Dios se si prescindiera de aquel mínimo de caridad y de prudencia que consiste en el empeño de hacer observar fielmente la ley y los derechos de todos en la Iglesia.
De ello se sigue que cualquier contraposición entre pastoralidad y juridicidad es errada. No es verdad que para ser más pastoral el derecho debe volverse menos jurídico. Así, deben tenerse presentes y aplicarse todas las manifestaciones de aquella flexibilidad que, precisamente por razones pastorales, ha siempre distinguido el derecho canónico. Pero deben respetarse del mismo modo las exigencias de la justicia, que de esa flexibilidad pueden ser superadas pero nunca negadas. La verdadera justicia en la Iglesia, animada por la caridad y suavizada por la equidad, merece siempre el atributo calificativo de pastoral. No puede haber un ejercicio de auténtica caridad pastoral que no tenga presente sobre todo la justicia pastoral”[10]
Para finalizar este punto, debe quedar claro que no existe contraposición entre Derecho Canónico y Pastoral. Más aún, el derecho sirve de guía para poder desarrollar convenientemente el trabajo del pastor, y en el supuesto no absurdo de que con el paso de tiempo, una norma no solo quede superada, sino que llegue a ser obstáculo para el desarrollo pastoral, la Iglesia puede volver sobre sus pasos y establecer el orden justo. Esta idea viene expresa en el prefacio del actual código:
“Si a causa de los rapidísimos cambios de la sociedad humana actual, algo resultó menos perfecto ya en el momento de su formulación jurídica, y requiere después de una nueva revisión, la Iglesia cuenta con tal riqueza de fuerzas que, al igual que en los siglos pasados, podrá emprender otra vez el camino de renovación legal que su existencia reclama… los Pastores cuentan con normas seguras con las que poder orientar rectamente en ejercicio de su sagrado ministerio… en fin, ya existe una base sólida para que se desarrollen y se promuevan sin dificultad todas las obras de apostolado, todas las instituciones e iniciativas, porque una razonable ordenación jurídica es necesaria sin duda para que la comunidad eclesial esté llena de vigor, crezca y produzca frutos”
Durante mucho tiempo, y todavía hoy, se sigue identificando el derecho canónico con formalismo y penalidad. El error, como en las dos posturas anteriores, es la de un reduccionismo. El derecho canónico si bien tiene, necesariamente por demás, un nota de formalismo y parte del ordenamiento canónico es dedicado a la parte penal, sin embargo no es solamente eso. Es el típico error de tomar el todo por la parte.
Aunque suene repetitivo, el derecho persigue el mismo bien de la Iglesia estableciendo un orden para alcanzarlo. Al mismo tiempo, para evitar los abusos y arbitrariedades garantiza los derechos y deberes de cada persona en la Iglesia y el medio para tutelar los bienes, en especial, la Palabra y los sacramentos.
El formalismo es necesario si se quiere evitar arbitrariedades. Si no se establecen formalidades a la hora de hacer los procesos se corre el riesgo de violentar el derecho de cualquiera de las partes. Las formalidades ayudan a dar una mayor seguridad, llamada precisamente por ello jurídica, al momento de realizar las acciones mediante la cual se da a cada quien lo que es suyo.
Durante muchos años, se contestó muchísimo el derecho penal. Gracias a Dios, hoy cada vez menos sobre todo a la luz de algunos hechos que precisamente por no ser tratados como mandaba la Iglesia sino haciendo desprecio por esta parte del derecho, le han causado un gran daño a la comunidad de creyentes[11]. Ignorar esta parte del derecho, es ignorar que la Iglesia tiene como deber irrenunciable tutelar los bienes que Jesús le ha confiado, reparar el escándalo y restituir la justicia.
Sin embargo, los que sostenían esta postura errada olvidaban que existían otras dimensiones jurídicas como el munus docendi o el munus sanctificandi que tienen que ver más directamente con la vida de los fieles.
[1] Cf. AAVV, Corso istituzionale di diritto canonico, ed. Áncora, Milano, p. 34
[2] Muchos teólogos siguieron a Sohm no solo por la contundencia de sus afirmaciones según los principios de la teología protestante, sino porque el problema teórico se volvió práctico. Efectivamente, la separación Iglesia – Estado quedó sancionada en
[3] La afirmación de que nunca había sido tal es absolutamente cierta. En el seno de
[4] Para una visión más completa del tema, se vea: Corecco, E., voz Derecho, en Diccionario Teológico Interdisciplinar I – II, Sígueme, Salamanca, 1985, pp. 109 – 151; Schouppe, J – P., La dimensione giuridica dei beni salvifici della Parola di Dio e dei sacramenti, en Il concetto di diritto canonico. Storia e prospettive, a cura di Errázuriz C. y Navarro, L., Giuffrè Editore, Milano, 2000, pp. 115 – 162.
[5] Véase Cost. Dog. Lumen Gentium nn. 6 – 9. Además
[6] Es importante aclarar que cuando aquí hablamos de
[7] Véase DV 10
[8] Esta expresión un poco complicada quiere decir que
[9] Castillo Lara, R., Criteri ispiratori della revisione del codice di diritto canonico, en La nuova legislazione canonica, Studia Urbaniana 19, Roma, 1983, p. 26
[10] CFA. JUAN PABLO II, Discurso a
[11] Me refiero en concreto a los escándalos en Estados Unidos con sacerdotes homosexuales y pedófilos. De hecho, el problema fue de tal magnitud que
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