lunes, 4 de febrero de 2008

Inmadurez afectiva e incapacidad consensual

Inmadurez afectiva e incapacidad consensual*


Carlos J. Errázuriz M.
Facultad de Derecho Canónico
Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma)

1. Una problemática abierta
Entre las causas de nulidad matrimonial por incapacidad, aquéllas por inmadurez, sobre todo afectiva, son desde hace decenios especialmente numerosas en muchos países. Existe por eso una jurisprudencia de la Rota Romana sobre esta materia[1].

Sin embargo, es bastante frecuente constatar que el tema no ha sido hasta ahora suficientemente aclarado, aunque se han realizado significativos progresos.

Entre estos avances se cuenta uno debido en buena medida a la misma promulgación de la nueva norma codicial sobre la incapacidad consensual (can. 1095): en efecto, hoy existe acuerdo unánime sobre el hecho de que la inmadurez afectiva no constituye de por sí un capítulo jurídico-canónico de nulidad, sino que es un supuesto de hecho que puede corresponder o no a una de las causales previstas por la ley canónica. En este sentido se considera en particular el grave defecto de discreción de juicio acerca de los derechos y deberes matrimoniales esenciales (can. 1095, 2º), o bien en algunas ocasiones la incapacidad de asumir las obligaciones esenciales del matrimonio (can. 1095, 3º). De este modo se juzga la incidencia de la inmadurez a la luz de conceptos propiamente jurídico-matrimoniales, como los de los nn. 2-3 del can. 1095juzga la incidencia de la inmadurez a la luz de conceptos propiamente jurídico-matrimoniales, como los de los nn. 2-3 del can. 1095[2].

Con todo, sigue en pie una dificultad práctica muy fácil de advertir: ¿sobre la base de qué criterios se puede pasar de la constatación empírica de la inmadurez afectiva, generalmente con ayuda de pericias psicológicas o psiquiátricas, a la apreciación de su efectiva incidencia en el consentimiento matrimonial? ¿Es posible traducir el diagnóstico de los psicólogos y psiquiatras, hecho con las categorías de sus ciencias, a sentencias canónicas, que utilizan conceptos específicamente canónicos?

De cara a estos interrogantes, el magisterio de los célebres discursos de Juan Pablo II a la Rota Romana en los años 1987 y 1988[3] ha supuesto una importante contribución. La enseñanza pontificia de estos discursos asume una línea en la que los ámbitos propios de cada una de las disciplinas científicas en juego son claramente diferenciados, pero a la vez se reconoce un fundamento común, que hace posible el necesario diálogo interdisciplinar: una antropología común, cristiana, que incluye la verdad natural y sobrenatural sobre la persona humana. A propósito de esto, el Papa decía: «el diálogo y una comunicación constructiva entre el juez y el psiquiatra o psicólogo resultan más fáciles si para las dos partes el punto de partida se sitúa en el horizonte de una antropología común, de tal manera que, aun dentro de la diversidad de método, intereses y finalidades, cada visión se mantenga abierta a la otra»[4].

Los dos discursos presentan una exposición unitaria, en la que se describe la relevancia de las bases antropológicas para descubrir la existencia de la incapacidad. El Papa pone de relieve que una concepción del hombre cerrada a la trascendencia, y en que la visión de la persona oscila entre el determinismo psíquico o social y la autoafirmación egoísta, lleva a una concepción del matrimonio come «simple medio de gratificación o de autorealización o de descompresión psicológica» oscila entre el determinismo psíquico o social y la autoafirmación egoísta, lleva a una concepción del matrimonio come «simple medio de gratificación o de autorealización o de descompresión psicológica»[5]. En ese contexto se ignora el sentido del deber y del compromiso conyugal, así como el del pecado, la lucha y la gracia divina. De ahí que cualquier disminución leve de la libertad sea interpretada como ausencia de normalidad o madurez, y éstas se entiendan en relación con un matrimonio idealizado en la óptica de la inmanencia. Por consiguiente, Juan Pablo II previene contra el equívoco que se da en la misma palabra “madurez”, ya que no se puede «confundir una madurez psíquica que sería el punto de llegada del desarrollo humano, con la madurez canónica, que es en cambio el punto mínimo de partida para la validez del matrimonio»[6]. En este conjunto de ideas adquiere todo su significado otra famosa afirmación del primero de esos discursos: «sólo la incapacidad, no la dificultad, para dar el consentimiento y realizar una verdadera comunidad de vida y amor, hace nulo el matrimonio»[7].

Estas alocuciones pontificias han sido comentadas y citadas con frecuencia[8]. No obstante, me parece que en la bibliografía canónica sobre el tema[9] y en los procesos de nulidad, aun cuando no se niegue explícitamente la orientación de esos discursos, e incluso se los cite más de una vez, el planteamiento de fondo más difundido continúa siendo diferente.

Trataré de describir el itinerario de pensamiento que estimo actualmente más habitual en los escritos de los canonistas. Las etapas lógicas que se suelen recorrer son éstas: descripción de la afectividad y de su desarrollo en el hombre; presentación de las características de la inmadurez afectiva (llamada a veces también psico-afectiva o simplemente psíquica[10]); por último, determinación de los casos en los que tal inmadurez puede afectar a la validez del consentimiento.

Con frecuencia se describe la afectividad como el colorido o tono, agradable o desagradable, que acompaña la vida humana en su conjunto. Enseguida se distinguen diversos componentes de la afectividad: emociones, sentimientos y pasiones (haciendo notar, sin embargo, que en el fondo se trata de tipos fenoménicos de una misma realidad), y se pone de relieve el influjo sobre las demás funciones humanas, en particular el intelecto y la voluntad. La inmadurez afectiva aparece como una situación en la que la persona no se ha desarrollado en esa dimensión del modo que sería adecuado para su edad, y presenta por tanto rasgos de infantilismo.

Esos rasgos suelen enumerarse así: inestabilidad afectiva, dependencia afectiva respecto a los padres, egocentrismo — subrayado a menudo como especialmente relevante, en cuanto lleva a considerar todo en la óptica exclusiva del propio yo —, inseguridad, falta de realismo en los juicios sobre la vida y en el modo de superar las dificultades de la existencia, falta de responsabilidad, etc. Por último, se procura explicar de qué manera esta inmadurez en casos cualificados puede dar lugar a un grave defecto de discreción de juicio, haciendo a la persona incapaz de deliberar suficientemente sobre la realidad del matrimonio, o bien privándola de la suficiente libertad interna para dominar sus impulsos afectivos. La persona afectivamente inmadura, aun siendo capaz de entender y de querer el matrimonio, podría ser incapaz de asumir las obligaciones matrimoniales, en el caso de que por su egocentrismo no pudiera donarse a la otra parte, o no pudiera vivir esas obligaciones por no poseer el adecuado control de la esfera afectiva.

Esta manera de plantear la cuestión deja un amplio espacio a la valoración del juez, un espacio en el que la legítima discrecionalidad que caracteriza a las decisiones eminentemente prudenciales amenaza transformarse en arbitrariedad. A pesar de que se insista en que no cualquier inmadurez afectiva es causa de incapacidad consensual, de hecho se crea una situación en la que, no sólo por las dificultades inherentes a la prueba, sino sobre todo por la dificultad de establecer parámetros generales de madurez, la tarea del juez parece demasiado dependiente de apreciaciones subjetivas. El peligro de que en la actualidad esa subjetividad sea condicionada por el deseo de resolver pastoralmente una crisis matrimonial, con la consiguiente relativización del sentido de la verdad, está más que confirmado por la experiencia. No obstante, tampoco pueden excluirse eventuales actitudes opuestas, igualmente infundadas, que se nieguen casi por principio a cualquier declaración de nulidad en casos de inmadurez. Resulta por tanto necesario proseguir en el esfuerzo de encontrar soluciones objetivas, que permitan realmente declarar lo justo en cada caso.

2. A la búsqueda de vías de solución
En la segunda parte de mi exposición trataré de señalar algunas vías que, a mi juicio, pueden ser útiles para superar las actuales incertidumbres, y promover así la unidad de fondo de los criterios doctrinales y jurisprudenciales. Mis reflexiones se sitúan en el ámbito del conocimiento jurídico-canónico, sobre todo a nivel fundamental. Deseo buscar el planteamiento de fondo que mejor se adecue a la esencia del matrimonio. Este enfoque puede parecer de entrada poco práctico, pero estoy seguro de la eficacia que proviene de la consideración de la verdad esencial sobre el matrimonio. De ese modo, las aportaciones válidas de la psicología y de la psiquiatría, y también la auténtica prudencia canónica, pueden encontrar bases sólidas para alcanzar la verdad en cada caso.

Para exponer estas vías de solución me serviré de la enunciación de algunas tesis, brevemente comentadas. El presente estudio está lejos de cualquier pretensión de exhaustividad: se trata más bien de reflexiones un tanto fragmentarias, aunque estén claramente unidas en torno a unas ideas de fondo.

2.1. La madurez afectiva es un aspecto o dimensión de la madurez personal global
Esta primera tesis podría parecer obvia, pero quizá no lo es tanto. En efecto, pienso que a veces no se tiene en cuenta suficientemente este aspecto, ya que la afectividad aparece casi como una entidad autónoma, cuyo grado de desarrollo podría verificarse y ser apreciado con independencia de otros aspectos de la madurez de la persona. La afectividad tiende a ser vista como una especie de mecanismo que funcionaría separadamente respecto a la realidad integral de la persona.

Este análisis sectorial de la afectividad es un obstáculo para la comprensión realista de los hechos. Por ejemplo, fácilmente se tiende a considerar que ciertos traumas infantiles han marcado irreparablemente a la persona desde el punto de vista afectivo, o bien algunas reacciones anómalas episódicas ante estímulos excepcionales son consideradas como manifestaciones de inmadurez psíquica[11]. Al mismo tiempo, sin llegar a negar que la persona pueda dominar sus reacciones emotivas, se acentúa de un modo excesivo su influjo sobre la libertad, como si se tratase de fuerzas que habitualmente determinarían la actividad humana, o al menos disminuirían muy gravemente el autodominio de la persona.

En cambio, convendría subrayar más que los conceptos de madurez y de inmadurez sólo tienen sentido en relación con la persona humana en cuanto tal. La afectividad, aislada de la persona, no es madura o inmadura; lo es sólo en cuanto se inserta en el conjunto de la persona. En cambio, convendría subrayar más que los conceptos de madurez y de inmadurez sólo tienen sentido en relación con la persona humana en cuanto tal. La afectividad, aislada de la persona, no es madura o inmadura; lo es sólo en cuanto se inserta en el conjunto de la persona[12], y esto tiene siempre lugar mediante la conexión con las facultades propiamente espirituales del hombre, es decir la inteligencia y la voluntad. En la afectividad, como por lo demás sucede también en el ámbito del conocimiento, se descubre fácilmente la unidad corpóreo-espiritual del hombre, porque en los sentimientos, emociones y pasiones están implicados tanto los apetitos sensibles como la voluntad. Incluso se puede decir que se da una tal compenetración y entrelazamiento entre estas facultades que no es posible llevar a cabo disecciones netas. A la vez, no se debe perder de vista el primado de las facultades propiamente personales; y es equivocado pensar que los componentes afectivos estarían yuxtapuestos respecto a la inteligencia y la voluntad, como si se debiese efectuar una simple suma de diversos requisitos psicológicos. Con esto no quiero negar ni disminuir el influjo de la afectividad sobre los actos humanos, sino que deseo subrayar que el punto de referencia para medir ese influjo debe ser el mismo acto humano integralmente considerado. En efecto, la eventual repercusión negativa de la afectividad sobre la madurez matrimonial deberá haber dado lugar a deficiencias en la actividad de las mismas facultades del entender y del querer (sin olvidar naturalmente la gran relevancia positiva de la afectividad en el proceso que lleva a la unión matrimonial, en el acto mismo de casarse y en la vida conyugal). Cualquiera que sea el nombre empleado, es claro que en tal caso habrá una verdadera anomalía psíquica que, por el hecho de traducirse en esas deficiencias en el entender y el querer, debe calificarse de grave a efectos matrimoniales[13].

No pretendo profundizar en esta cuestión. Únicamente quisiera observar que una comprensión adecuada tanto de la afectividad como de la madurez requiere el concurso armónico de las diversas perspectivas de conocimiento que se hallan implicadas, de acuerdo con el modelo de interdisciplinariedad que Juan Pablo II ha mostrado lúcidamente en los discursos que hemos recordado. El realismo que está en la base del auténtico enfoque interdisciplinar lleva a desconfiar de una ciencia empírica sobre el hombre que niegue o se cierre frente a la visión personal del hombre, con sus dimensiones metafísica, ética y jurídica. Esto no significa olvidar la naturaleza específica de la psicología o de la psiquiatría, sino que implica reconocer la intrínseca dependencia de esas ciencias respecto a los necesarios fundamentos filosóficos y teológicos, que, por lo demás, en un sentido u otro, están siempre implícita y operativamente presentes. Por su parte, el enfoque filosófico y teológico de la persona humana se enriquece mediante el contacto permanente con todo lo que muestran las ciencias empíricas sobre el hombre. En definitiva, la apertura a la realidad es el criterio fundamental que asegura la validez y fecundidad de cualquier tipo de conocimiento, y hace conscientes de los límites de cada disciplina, moviéndola a relaciones vitales con las demás[14].

Debido a esta primera tesis, en el resto de mi exposición hablaré más bien de madurez para casarse en general, y no tanto de madurez afectiva. A mi juicio, esta última expresión puede consolidar una óptica en la que la dimensión afectiva tiende a separarse de la persona en su conjunto y por ende a despersonalizarse.

2.2. La madurez requerida es la capacidad mínima para casarse, no la habilidad para la realización perfecta de la vida conyugal
En la perspectiva del juicio sobre la validez del matrimonio es obvio que la madurez debe entenderse como capacidad mínima. Aunque esta afirmación es pacífica en el momento de admisión a la celebración, me parece que a menudo se pierde de vista en los procesos matrimoniales.

El mismo lenguaje usado es fuente de equívocos. Confieso que el uso de la palabra “madurez” en el ámbito canónico como expresión de capacidad, no obstante todas la cautelas del caso (precisando por ejemplo que es relativa al matrimonio, o que lo es sólo en sentido canónico, etc.), me parece poco feliz. Los riesgos de confusión en el diálogo con la psicología son evidentes, ya que si lo que se exige para casarse es llamado “madurez” por los canonistas, es difícil pedir a los peritos que se ocupen de un aspecto diverso de aquél que los mismos peritos denominan madurez psíquica. Pero tal vez la mayor dificultad proviene del significado que tiene el término “madurez” en el lenguaje corriente. En relación con las personas humanas, la “madurez” alude al período de la vida que se sitúa entre la juventud y la vejez. Ahora bien, normalmente las personas se casan antes de llegar a esa madurez, cuando son todavía jóvenes. Más aún, el matrimonio de personas de edad llamada habitualmente “madura” plantea problemas particulares.

De suyo la madurez evoca una cierta perfección o plenitud, que se relaciona más con la realización vital que con la constitución del matrimonio. En este sentido, hay que evitar toda confusión entre la existencia del matrimonio y su orientación teleológica hacia una plena realización, que en esta tierra se busca siempre mediante un esfuerzo perseverante, sabiendo aprovechar las mismas dificultades y límites, incluso de índole moral, de las personas. Muy equivocado, en cambio, resulta presentar el matrimonio como camino para seres que estarían por encima de las comunes miserias humanas; así como describir el matrimonio sacramental como perteneciente a un mundo especial, habitado exclusivamente por personas de profunda espiritualidad, dotadas de todas las virtudes imaginables que las harían felices de modo casi automático. También de la felicidad conyugal, que por cierto entra dentro de los planes de Dios para cada matrimonio, es menester hacerse una imagen real, que entre otras cosas no olvide la participación en la Cruz de Cristo, la necesidad de comprender y de perdonar dentro de los planes de Dios para cada matrimonio, es menester hacerse una imagen real, que entre otras cosas no olvide la participación en la Cruz de Cristo, la necesidad de comprender y de perdonar[15].

2.3. La madurez para casarse tiene como punto de referencia esencial la capacidad para el pacto conyugal y para consumarlo.
Esta tercera tesis resulta quizá más problemática que las anteriores, puesto que el derecho matrimonial canónico, también en la generalidad de la doctrina, sigue una idea opuesta, en el sentido de que la madurez debería referirse a la vida conyugal y medirse en función de ella, no siendo suficiente la capacidad de contraer matrimonio. El hecho de que el Código prevea la incapacidad de asumir las obligaciones esenciales (cfr. can. 1095, 3º), a pesar de que se halle colocada en el ámbito del consentimiento, parece ser la confirmación legislativa más clara de esa concepción.

No es mi intención volver a tratar aquí esta cuestión[16]. Me limitaré a algunas observaciones en la perspectiva de la madurez.

En primer lugar, pienso que el hecho de referir la madurez a la vida conyugal nos deja en la incertidumbre. Efectivamente, la vida conyugal es de por sí una realidad existencial que admite muchas modalidades y grados de realización. Es verdad que, para verificar la madurez, se suele recurrir a lo que sería la esencia de la vida conyugal, concebida como mínimo necesario. Sin embargo, como precisaré más adelante, no veo que se pueda hablar de otro mínimo de capacidad de vivir el matrimonio, distinto del que se necesita para contraerlo. En realidad el mínimo exigido se concibe muchas veces no tanto en el plano de la capacidad en sentido propio, sino más bien en el plano de la realización existencial, más o menos idealizada. En particular, se tiende a incluir en el modelo de referencia la ausencia de un fracaso más o menos prolongado, ya que tal fracaso es con frecuencia interpretado como falta de capacidad.

Por otra parte, estimo que con frecuencia la consideración del pacto conyugal no resulta del todo convincente en la medida en que se parte de una visión reductiva del mismo pacto. Estamos bastante acostumbrados a concebir el consentimiento matrimonial, núcleo del pacto, de una manera más bien desencarnada. El modelo de los contratos patrimoniales, cuyo objeto es extrínseco a las partes, pesa todavía demasiado en el modo de comprender el casamiento, a pesar de tantos laudables esfuerzos de signo contrario. Por consiguiente, el consentimiento aparece como un momento aislado, concebido de manera más bien voluntarista e intelectualista, o sea en relación con una voluntad y un intelecto cuyo nexo con la realidad práctica de las personas y de su unión no se evidencia suficientemente. Es verdad que el consentimiento marca el momento del nacimiento del vínculo (por lo que no puede concebirse una suerte de consentimiento in fieri), y el vínculo es fruto de las personas esencialmente mediante sus voluntades iluminadas por sus inteligencias. Estas verdades no pueden hacer olvidar que el consentimiento matrimonial se ubica en el desarrollo histórico real del proceso que ha llevado el hombre y la mujer al matrimonio[17], y que casarse es un acto que abarca a toda la persona a efectos conyugales, comprendiendo su cuerpo y naturalmente su afectividad.

Concebido de este modo realista, el pacto conyugal vuelve a adquirir su función de único punto de referencia esencial para verificar la capacidad. Por una parte, su análisis en sede judicial debe tener en cuenta toda la vida de los cónyuges, antes y después de las bodas, ya que sólo así se puede penetrar desde fuera, en la medida de lo posible, en la realidad humana del matrimonio in fieri, y pronunciarse sobre su eventual invalidez. Por otra, todas las dimensiones de la persona, especialmente las de índole afectiva y sexual, han de ser consideradas, puesto que sólo de ese modo es posible conocer la verdad del mismo consentimiento de las personas humanas.

A mi juicio, se puede afirmar que el hecho de ser capaz de contraer matrimonio es la única vía que permite verificar si las personas en el momento del pacto estaban en condiciones mínimas de vivir su unión. En efecto, una vez que las personas se han dado y recibido como marido y mujer, ellas han demostrado que poseen los recursos esenciales, precisamente en cuanto personas, para vivir de manera matrimonial. Conviene insistir en el hecho de que la capacidad de casarse y la de vivir como casado pertenecen a la misma esfera, es decir a aquélla propiamente humana que es regida por las facultades personales del intelecto y de la voluntad (aunque obviamente en ocasiones la segunda de esas capacidades pueda faltar con posterioridad al pacto conyugal, por motivos sobrevenidos que no afectan a la existencia del matrimonio ya contraído). Es más, si se entiende correctamente, el pacto conyugal es ciertamente mucho más expresivo del autodominio que caracteriza la actividad propia de la persona humana, que cualquier acción u omisión que se requiera para vivir como esposo o esposa o como padre o madre. Darse cuenta de lo que es el matrimonio y querer asumirlo libremente es la prueba más eficaz de poder comprometerse responsablemente a vivirlo.

A mi entender, el papel del consentimiento en la tradición canónica explica el porqué esa tradición, fuera del caso de la impotencia que requiere una capacidad diversa de orden también físico, no ha recurrido en materia matrimonial a la verificación de una imposibilidad de cumplir distinta de la que se exige para la consumación del matrimonio. No es legítimo acudir en esta cuestión al aforismo ad impossibilia nemo tenetur, simplemente porque la existencia del mismo pacto conyugal en su realidad antropológico-jurídica implica la existencia de la posibilidad de vivir el matrimonio (salvo que los contrayentes se hagan después incapaces de vivir su matrimonio, lo que por lo demás no afecta a la validez del vínculo conyugal). Por el contrario, si se requiere una cierta capacidad de poner por obra el pacto, ello implica introducir un nuevo requisito de capacidad, que ya no es ni el consentimiento ni la consumación. Este nuevo requisito es una extensión analógica de la potentia coeundi simplemente porque la existencia del mismo pacto conyugal en su realidad antropológico-jurídica implica la existencia de la posibilidad de vivir el matrimonio (salvo que los contrayentes se hagan después incapaces de vivir su matrimonio, lo que por lo demás no afecta a la validez del vínculo conyugal). Por el contrario, si se requiere una cierta capacidad de poner por obra el pacto, ello implica introducir un nuevo requisito de capacidad, que ya no es ni el consentimiento ni la consumación. Este nuevo requisito es una extensión analógica de la potentia coeundi[18], en cuanto se concibe come una habilidad que no depende sólo de la voluntad de los cónyuges. Esa nueva capacidad no estaría delimitada en función de un acto concreto, como es el acto conyugal por el que se consuma el matrimonio, lo que muestra la gran incertidumbre que se crea. Más aún, si se plantea como una capacidad que va más allá de la necesaria para el consentimiento, entonces ya no sería una capacidad para realizar actos humanos, sino una especie de disposición pasiva para una realización existencial como pareja.

Conviene tener presente que la legislación positiva puede legítimamente exigir más, estableciendo para la validez o para la licitud requisitos de conveniencia para garantizar mejor el éxito de la vida matrimonial. Sin embargo, el mínimo esencial, único punto de referencia posible para medir la capacidad, sigue siendo aquel que se requiere para el pacto conyugal[19].

Lo anterior implica, como es obvio, una determinada interpretación del can. 1095, 3º. A mi juicio, la distinción entre el n. 2 y el n. 3 busca precisamente recordar la realidad integralmente humana del consentimiento, el cual no puede ser concebido en términos meramente intelectualistas y voluntaristas (como podría hacer suponer una interpretación equivocada del requisito de la discreción de juicio). De lege ferenda convendría buscar una fórmula que excluyera más claramente una interpretación autónoma de la incapacidad de asumir. Semejante interpretación autónoma facilita una extrapolación de la incapacidad en función de los diversos modelos de vida conyugal efectiva, y se halla en la raíz de algunas propuestas, como la de la incapacidad relativa, que solamente tienen sentido si la capacidad o la incapacidad se pueden deducir de los hechos empíricos de la relación existencial de la pareja.
Lo anterior implica, como es obvio, una determinada interpretación del can. 1095, 3º. A mi juicio, la distinción entre el n. 2 y el n. 3 busca precisamente recordar la realidad integralmente humana del consentimiento, el cual no puede ser concebido en términos meramente intelectualistas y voluntaristas (como podría hacer suponer una interpretación equivocada del requisito de la discreción de juicio). De lege ferenda convendría buscar una fórmula que excluyera más claramente una interpretación autónoma de la incapacidad de asumir. Semejante interpretación autónoma facilita una extrapolación de la incapacidad en función de los diversos modelos de vida conyugal efectiva, y se halla en la raíz de algunas propuestas, como la de la incapacidad relativa, que solamente tienen sentido si la capacidad o la incapacidad se pueden deducir de los hechos empíricos de la relación existencial de la pareja.

Junto con la capacidad para el pacto matrimonial, la madurez para casarse comprende también la capacidad de consumar la unión mediante el acto conyugal. Pienso que sería conveniente volver a considerar unidas estas diversas dimensiones de la capacidad[20]. Sin profundizar en un tema que es ciertamente complejo, me parece que también este aspecto de la capacidad matrimonial ha de ser reconducido al momento fundacional del pacto, para concebirlo por ende como capacidad consumativa, o sea ausencia del impedimento de impotencia. En cambio, el hecho de relacionar la capacidad en el ámbito sexual con la posibilidad de realizar establemente actos conyugales dotados de determinadas características desde el punto de vista afectivo, significa aplicar en este campo una interpretación indebida del can. 1095, 3º, concebido en clave de vida conyugal. De ese modo no se respeta el sentido del impedimento —que se refiere sólo a la consumación— y se introduce un criterio de validez que no se sitúa en el terreno de la capacidad consensual, sino en el de la realización existencial del matrimonio.

2.4. La madurez para el matrimonio se relaciona no sólo con la capacidad para casarse, sino también con cuanto se requiere para que los contrayentes descubran la esencia de la realidad matrimonial natural mediante su intelecto práctico y la acojan mediante su libre voluntad.
A primera vista esta formulación excede los límites del tema que me ha sido propuesto, ya que se pasa de una cuestión de capacidad a otra, de naturaleza distinta, que se refiere a la prestación efectiva del consentimiento. Sin embargo, una consideración realista de este tema, a la vez que exige distinguir las diversas hipótesis, aconseja vivamente no olvidar su inserción en un conjunto[21].

El descubrir en el intelecto práctico y hacer suyo mediante una decisión libre lo que es esencialmente el matrimonio puede ser visto también en la perspectiva de la maduración de la persona. Es un aspecto que tal vez ha sido un tanto descuidado, ya que el conocimiento de la naturaleza del matrimonio era considerado como una cuestión teórica. En realidad se trata de un problema de conocimiento práctico (y la interpretación del can. 1096 debe tenerlo presente). En efecto, es posible estar más o menos informado sobre la doctrina católica acerca del matrimonio, pero considerarla una teoría casi irrealizable, y en cualquier caso no aplicable concretamente a la propia relación con la otra parte.

Esto implica un verdadero error, porque la misma dimensión del compromiso no es captada como aspecto esencial de lo que se quiere. Este fenómeno depende sobre todo de factores educativos y culturales: las personas que han carecido de modelos verdaderamente matrimoniales en la propia familia de origen o entre sus conocidos más inmediatos, o que se hallan profundamente influidos por modelos opuestos al matrimonio y a la familia, se encuentran en una situación de particular dificultad para darse cuenta del bien de la unión conyugal y de la real posibilidad de ponerla en práctica. Por tanto, el verdadero matrimonio es para ellos algo desconocido, sustituido por un modelo sustancialmente diverso de unión entre hombre y mujer.

Detrás de estos fenómenos es fácil encontrar una falta de madurez de la persona por razones de índole afectiva. Esos prejuicios contra la realidad matrimonial están muy probablemente en simbiosis con lo que los psicólogos llaman egocentrismo. Las relaciones hombre-mujer se plantean entonces según una lógica más o menos consciente de uso mutuo para la autosatisfacción, y falta aquel mínimo de oblatividad que se requiere para el pacto conyugal. Por consiguiente, el verdadero amor hombre-mujer es el gran ausente, y en la historia de ese amor no halla lugar la mutua donación matrimonial de las personas ni el amor conyugal que de ahí procede como debido. Con estas observaciones no pretendo sostener que en esos casos el problema afectivo daría lugar de por sí a la nulidad matrimonial, como si se volviese a proponer el requisito de un amor afectivo que se añadiría al consentimiento: la relevancia del egocentrismo a efectos de la validez del matrimonio consiste precisamente en su ser obstáculo para ese acto de amor, esencialmente de la voluntad, que es el mismo consentimiento.

Parecería posible tratar estos casos en el ámbito de la incapacidad consensual, tal vez por motivos de índole moral. Mas esto llevaría a tratar juntas dos situaciones muy disímiles: aquéllas en que hay un problema psíquico que hace imposible el consentimiento, y aquéllas en las que una persona psíquicamente normal no quiere dar el consentimiento al matrimonio porque éste no cae dentro de su horizonte práctico. Existen ciertamente conexiones entre la esfera psíquica y la moral, pudiendo incluso darse algunas veces repercusiones psíquicas procedentes de comportamientos inmorales. No obstante, incluso en esos casos la distinción conserva su validez: sólo el problema psíquico causará una
verdadera incapacidad consensual. El otro caso podría ser llamado de inmadurez, teniendo a la vista el conjunto del desarrollo humano, en el que la falta de identificación práctica del matrimonio es ciertamente una situación anómala, en contraste con una inclinación natural. Sin embargo, no se trata de una incapacidad, ya que la persona continúa siendo capaz de descubrir y hacer suya esa inclinación, a pesar de las más o menos graves dificultades personales debidas a problemas culturales, morales, espirituales, etc. Hablar en esas situaciones de incapacidad supondría negar la responsabilidad de los interesados, lo que es falso e inclusive ofensivo respecto a ellos. Por tanto, la eventual nulidad debe ser encuadrada dentro de los cánones referentes a los requisitos intelectuales y volitivos del consentimiento.

En consecuencia, conviene distinguir entre los casos en lo que la inmadurez implica una verdadera incapacidad psíquica, y aquéllos en los que lo que falta es el conocer y querer el matrimonio[22]. Esta distinción ayuda a plantear mejor la instrucción de los procesos, y sobre todo permitirá realizar de modo más eficaz la tarea de promover la reconciliación y una eventual convalidación, así como la prevención de las nulidades en el momento de la admisión a la celebración. En efecto, es indudable que cuando se trata de personas capaces se podrá y se deberá ayudar a las partes a que descubran el bien del matrimonio y la inclinación a ese bien que todos naturalmente tenemos.

En este contexto se puede mencionar una cuestión debatida acerca de la inmadurez afectiva. Se suele formular de este modo: ¿es necesario que la inmadurez esté acompañada por otras anomalías psíquicas, o es en cambio posible que la sola inmadurez, sin otras anomalías y por problemas exclusivamente ligados a la edad del contrayente, constituya una base de hecho suficiente para que se verifique un consentimiento nulo?[23] En el segundo caso habría una madurez retardada respecto al desarrollo normal, y por tanto la inmadurez sería transitoria. No estoy en condiciones de pronunciarme sobre la cuestión de hecho. Sin embargo, lo esencial es indagar los efectos de esa inmadurez, la cual hace incapaz únicamente cuando impide el pacto conyugal, entendido del modo realista que he tratado de explicar antes (cfr. 2.3).

2.5. El sentido común, sostenido por el sentido de la fe, de los operadores jurídicos y de los peritos es la mejor garantía de objetividad para apreciar el influjo de la inmadurez sobre la validez del matrimonio
En las tesis anteriores he presentado algunas convicciones que, a mi juicio, pueden dar luz en esta materia. No obstante, quizá alguien podría echar de menos ulteriores precisiones prácticas, que garanticen mejor un juicio justo en cada caso.

Como tantas veces sucede, nos encontramos aquí en un ámbito del que no se puede prescindir en el conocimiento jurídico: el de la prudencia en el caso concreto. La pretensión de contar con reglas generales, jurídicas o psicológicas, a partir de las cuales se podrían deducir los juicios sobre la relevancia canónica de la inmadurez, proviene del prejuicio de extender a todos los campos el tipo de certeza que es propio de las ciencias que utilizan las matemáticas. Es menester darse cuenta de los límites de este tipo de conocimiento, que no puede penetrar en nada de lo que es propiamente personal.

Lo anterior no significa resignarse a un escepticismo, según el cual en esta materia sólo habría opiniones subjetivas. Ese escepticismo equivaldría a la muerte del mismo derecho y del proceso, que no tendría ya una finalidad de búsqueda de la verdad.

En la raíz de este problema se encuentra la verdad sobre el matrimonio. Esa verdad es objeto de diversas ciencias, y en el diálogo entre canonistas y peritos no cabe duda de que la antropología filosófica y teológica posee una especial relevancia. Pero esta antropología y también la ciencia del derecho matrimonial canónico y las ciencias psicológicas y psiquiátricas que se ocupan del ámbito matrimonial y familiar, se fundan sobre un conocimiento de base que es decisivo: el que aporta el sentido común[24], accesible a todos los hombres en virtud de la índole natural del matrimonio. Este es el único fundamento sólido y permanente, sobre el cual puede edificarse cualquier elaboración científica y cualquier praxis.

El sentido de la fe confirma ese presupuesto natural, puede suplir zonas de penumbra (por ejemplo respecto a la indisolubilidad), y muestra la dimensión salvífica y eclesial del matrimonio. Sin embargo, debe evitarse una visión fideísta, como si el conocimiento del matrimonio fuera accesible sólo a los cristianos. Esto contradiría la experiencia histórica y actual, que muestra el acceso de los hombres y las mujeres más dispares a una realidad esencialmente natural.

A mi juicio, la mejor garantía de objetividad en los juicios canónicos se encuentra en ese patrimonio de sentido común. A ese patrimonio no pueden dejar de acudir los canonistas y los peritos para verificar el valor de los conocimientos científicos que utilizan. Así, las sentencias sobre incapacidad por inmadurez se sitúan en un ámbito que —al margen de cuestiones técnicas, que por lo demás también deberían poder ser explicadas a nivel divulgativo— puede ser comprendido por parte de las personas no especializadas pero dotadas de sentido común. Por lo demás, las vías de solución que he tratado de exponer serán eficaces sólo si son recorridas por quienes están convencidos del bien del matrimonio y de la familia, como posibilidad abierta en principio a todos, salvo excepciones muy cualificadas.

* Publicado en AA.VV., Consentimiento matrimonial e inmadurez afectiva, edición dirigida por J.I. Bañares y J. Bosch, Navarra Gráfica Ediciones, Pamplona 2005, pp. 113-130.
[1] Cfr. AA.VV., L’immaturità psico-affettiva nella giurisprudenza della Rota Romana, a cura di P.A. Bonnet e C. Gullo, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1990, con un maximario que comprende 99 sentencias entre 1967 y 1990, y nueve sentencias publicadas integralmente. Algunos artículos recientes ofrecen resúmenes de casos tratados por la Rota Romana: cfr. por ejemplo J. HUBER, Die affektive Unreife als Quelle des “defectus libertatis internae”, en AA.VV., Plenitudo Legis Dilectio [Studi in onore di B. Zubertowi], Universidad Católica de Lublin, Lublin 2000, pp. 392-400; A. MENDONÇA, Rotal Approaches to Affective Immaturity as a Cause of Consensual Incapacity for Marriage, en Studia Canonica, 31 (2000), pp. 293-354.
[2] En el período anterior al CIC de 1983 las mismas categorías psicológicas usadas por los peritos, como la de inmadurez afectiva, fueron con cierta frecuencia usadas directamente como capítulos de nulidad. Esto producía una incertidumbre todavía mayor, como se puede apreciar por ejemplo en N. PICARD, L’immaturité e le consentement matrimonial, en Studia canonica, 9 (1975), pp. 37-56. Sin embargo, este riesgo no puede considerarse completamente superado, y puede subsistir en el contexto de un aparente empleo del enfoque jurídico-canónico.
[3] 5-II-1987, en AAS, 79 (1987), pp. 1453-1459; 25-I-1988, en AAS, 80 (1988), pp. 1178-1185.
[4] Discurso del 5-II-1987, cit., n. 3.
[5] Ibidem, n. 5.
[6] Ibidem, n. 6.
[7] Ibidem, n. 7.
[8] Entre los primeros comentarios, cfr. los de G. VERSALDI: Momentum et consectaria Allocutionis Ioannis Pauli II ad Auditores Romanae Rotae diei 5 februarii 1987, en Periodica, 77 (1988), pp. 109148;
ID., Animadversiones quaedam relate ad Allocutionem Ioannis Pauli II ad Romanam Rotam diei 25 ianuarii 1988, en Periodica, 78 (1989), pp. 243-260; J.T. MARTÍN DE AGAR, Magisterio de Juan Pablo II sobre la incapacidad consensual, en AA.VV., Incapacidad consensual para las obligaciones matrimoniales, ed. dir. por J.A. Fuentes, EUNSA, Pamplona 1991, pp. 85-118. Entre la bibliografía sucesiva cfr. N. SCHÖCH, Die kirchenrechtliche Interpretation der Grundprinzipien der christlichen Anthropologie als Voraussetzung für die eheprozessrechtliche Beurteilung der psychischen Ehekonsensunfähigkeit: eine kanonistische Studie unter besonderer Berücksichtigung der päpstlichen Allokutionen und der Judikatur der Römischen Rota, P. Lang, Frankfurt am Main [etc.] 1999. Un estudio reciente muestra el influjo de la doctrina expuesta por el Papa en la jurisprudencia rotal, y formula propuestas operativas con el fin de que los jueces tengan más en cuenta el fundamento antropológico de las pericias: C. IZZI, Valutazione del fondamento antropologico della perizia, Lateran
University Press, Roma 2004.
[9] Cfr. por ejemplo S. PANIZO ORALLO, La inmadurez de la persona y el Matrimonio, Publicaciones Universidad de Salamanca, Salamanca 1996; Angelo D’AURIA, Il difetto di libertà interna nel consenso matrimoniale come motivo di incapacità per mancanza di discrezione di giudizio, Pontificia Università Lateranense - Mursia, Roma 1997, pp. 117-126; y J.J. GARCÍA FAÍLDE, Nuevo estudio sobre trastornos psíquicos y nulidad del matrimonio, Publicaciones Universidad Pontificia, Salamanca 2003, pp. 482-513.
[10] En realidad, bajo el nombre de “inmadurez”, en derecho matrimonial canónico, se considera generalmente sólo la de índole afectiva, lo que obviamente no excluye que otros tipos de inmadurez (intelectual, sexual) puedan afectar a la validez del matrimonio.

[11] Previene contra la mera acumulación de “síntomas” de inmadurez, desconectados de una visión de conjunto y estructural de la persona y de sus facultades naturales P. BIANCHI, Quando il matrimonio è nullo? Guida ai motivi di nullità matrimoniale per pastori, consulenti e fedeli, Ancora, Milano 1998, pp. 194-195.
[12] Esta es la tesis de fondo del óptimo libro divulgativo de F. RODRÍGUEZ QUIROGA, La madurez afectiva, Promesa, San José de Costarrica 2002.
[13] Como es obvio, la valoración de la gravedad de la anomalía psíquica, y la misma apreciación de que se trata de una verdadera anomalía, se efectúan aquí desde el ángulo visual del conocimiento canónico matrimonial, y por tanto dicen relación con lo que es esencialmente el matrimonio, teniendo en cuenta el bagaje filosófico y teológico del que se sirve la Iglesia en esta materia. Ciertamente las aportaciones de la psicología y de la psiquiatría son muy útiles, pero sólo en la medida en que sintonizan y se ponen en relación con ese punto de vista propiamente matrimonial. Es del todo simplista el intento de trasladar sin más las categorías y las valoraciones de esas ciencias al campo de las nulidades matrimoniales.
[14] En el ámbito filosófico, sacan fruto de esta apertura interdisciplinar A. MALO, Antropologia dell'affettività, A. Armando, Roma 1999; y F. RODRÍGUEZ QUIROGA, La dimensión afectiva de la vida, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2001. Como enfoques de la madurez para casarse en la perspectiva de una psicología abierta a los fundamentos metafísicos de la persona humana y del matrimonio, cfr. A. POLAINO-LORENTE, Madurez personal y amor conyugal. Factores psicológicos y psicopatológicos, Documentos del Instituto de Ciencias para la Familia, Ed. Rialp, 4ª ed., Madrid 1990; e G. VERSALDI, L’approccio interdisciplinare al matrimonio: luci ed ombre. La Psicologia, en AA.VV., Il diritto canonico nel sapere teologico. Prospettive interdisciplinari, a cura del Gruppo Italiano Docenti di Diritto Canonico, Glossa, Milano 2004, pp. 115-126.

[15] Este realismo se halla muy presente en la predicación de S. Josemaría Escrivá, precisamente cuando explica el modo de vivir la llamada universal a la santidad en el matrimonio y en la familia. En una homilía de 1970 decía: «Durante nuestro caminar terreno, el dolor es la piedra de toque del amor. En el estado matrimonial, considerando las cosas de una manera descriptiva, podríamos afirmar que hay anverso y reverso. De una parte, la alegría de saberse queridos, la ilusión por edificar y sacar adelante un hogar, el amor conyugal, el consuelo de ver crecer a los hijos. De otra, dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que consume los cuerpos y amenaza con agriar los caracteres, la aparente monotonía de los días aparentemente siempre iguales».
«Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte (Cant VIII, 6)». (Es Cristo que pasa, Ed. Rialp, Madrid 2002 – 1ª ed., 1973 –, n. 24).
[16] Reenvío a lo que he escrito en Riflessioni sulla capacità consensuale nel matrimonio canonico, en Ius Ecclesiae, 6 (1994), pp. 449-464; y La capacità matrimoniale vista alla luce dell’essenza del matrimonio, en Ius Ecclesiae, 14 (2002), pp. 623-638. Además, en la misma longitud de onda, cfr. el amplio estudio de E. TEJERO, Naturaleza jurídica de la incapacidad para asumir las obligaciones esenciales del matrimonio y “ius connubii”, en Fidelium iura, 6 (1996), pp. 227-333.
[17] La visión dinámica del amor conyugal se encuentra especialmente considerada en los trabajos más recientes de P.J. VILADRICH: cfr. por ejemplo El amor conyugal entre la vida y la muerte. La cuestión de las tres grandes estancias de la unión (Lección inaugural del curso académico 2003-04, Universidad de Navarra), en Ius Canonicum, 44 (2004), pp. 17-67 (primera parte).
[18] No se ha de olvidar que antes del CIC de 1983 algunos propusieron una impotentia moralis, como ampliación, en clave de impedimento, de la impotencia física. La propuesta no fue adelante, pero ha influido no poco en la interpretación del can. 1095, 3º.
[19] Esta distinción entre la madurez de derecho natural para emitir el consentimiento y la ulterior madurez que históricamente puede ser exigida por la ley positiva como cuestión de conveniencia, está muy claramente expuesta en J. HERVADA, Esencia del matrimonio y consentimiento matrimonial (1982), en Una caro. Escritos sobre el matrimonio, EUNSA – Instituto de Ciencias para la Familia, Pamplona 2000, pp. 645-650. En este sentido resulta problemático sacar conclusiones sobre la capacidad consensual a partir de las normas positivas vigentes sobre la edad para casarse. Sin desconocer los problemas reales relativos a la maduración de los jóvenes en muchas sociedades actuales, problemas que naturalmente deben ser considerados cuando se juzgan los casos concretos, la presunción general (iuris, non de iure) en materia consensual no puede ser otra que la basada en el desarrollo natural, es decir el tradicional criterio de la pubertad. Pienso que el hecho de referir este criterio sólo al aspecto intelectual, como sucede en el CIC (cfr. can. 1096 § 2), se explica como residuo del anterior intelectualismo que dominaba la doctrina y la legislación canónica. Sobre la vigencia del criterio de la pubertad como medida de capacidad, que ha sido sustituido por otros enfoques que no ofrecen puntos realistas de referencia, cfr. J. CARRERAS, L’antropologia e le norme di capacità per celebrare il matrimonio (i precedenti remoti del canone 1095 CIC ’83), en Ius Ecclesiae, 4 (1992), pp. 81-90. Sin embargo, al usar en la práctica el criterio de la pubertad no se puede perder de vista la situación cultural realmente existente, que en algunos ambientes puede producir un retraso generalizado de la madurez de la persona para casarse (retraso cultural que probablemente resulte ser más bien negativo de cara al desarrollo de la persona en su conjunto, en cuanto lleva a posponer demasiado la asunción de responsabilidades y el ejercicio de una legítima autonomía respecto a la familia de origen).
[20] Es ejemplar en este sentido la doctrina del decretista Rufino, el cual al presentar un elenco de impedimentos (en sentido amplio), hablaba de «impossibilitas conveniendi», y distinguía tres casos: «impossibilitas conveniendi animo et corpore: ut in pueris et puellis», «impossibilitas conveniendi animo: ut in furiosis», «impossibilitas conveniendi corpore: ut in frigidis et maleficiis impeditis». Cfr. el resultado de la colaboración de un historiador del derecho canónico, Enrique de León, y de un matrimonialista, Joan Carreras: E. DE LÉON – J. CARRERAS, La glossa ‘impossibilitas conveniendi’ di Ruffino (C.27 pr.), en Proceedings of the Tenth International Congress of Medieval Canon Law (Syracuse, New York, 13-18 august 1996), ed. K. Pennington – S. Chodorow – K.H. Kendall, Monumenta Iuris Canonici, Series C: Susidia, vol. 11, Biblioteca Apostolica Vaticana, Città del Vaticano 2001, pp. 111-134.
[21] Este enfoque se halla presente en un artículo que es fruto del trabajo conjunto de un canonista, Ignatius Gramunt, y de un psicólogo, Leroy A. Wauck: I. GRAMUNT – L.A. WAUCK, «Lack of Due Discretion»: Incapacity or error?, en Ius Canonicum, 32 (1992), pp. 533-558.
[22] En estos casos podrían verificarse tanto la figura del error de derecho determinante del can. 1099, como uno de los casos de exclusión contemplados por el can. 1101 § 2. En la hipótesis de un error sustancial acerca de la misma esencia del matrimonio, puesto que ese error presupone la ignorancia, pienso que sería aplicable el can. 1096 sobre la ignorancia en relación al matrimonio como «consortium permanens» (en este sentido, cfr. J. BAÑARES, La relación intelecto-voluntad en el consentimiento matrimonial: notas sobre los cc. 1096-1102 del CIC del 1983, en Ius Canonicum, 33, 1993, pp. 563-565).
[23] A veces se habla de “inmadurez constitucional o estructural” en la primera hipótesis, y de “inmadurez situacional” en la segunda.
[24] Sobre el sentido común, de un autor que ha trabajado mucho sobre el tema, cfr. A. LIVI, Crítica del sentido común: lógica de la ciencia y posibilidad de la fe, trad. cast., Ed. Rialp, Madrid 1995.

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